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DEL CAMINO

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Comprometidos con el Reino, no con el imperio

Paradigmas bíblicos sobre la relación Iglesia-Estado.

Introducción

Cada generación de seguidores de Cristo debe afrontar una pregunta fundamental: ¿Cómo debemos relacionarnos con los poderes que moldean nuestro mundo? Ya se trate de gobiernos, corporaciones, medios de comunicación o instituciones religiosas, estas fuerzas influyen profundamente no solo en nuestras vidas personales, sino también en la vida de nuestros prójimos y en el tejido mismo de la sociedad. Para las iglesias y ministerios que operan en contextos urbanos frágiles —buscando la transformación espiritual, promoviendo la justicia, acompañando a los más vulnerables y formando discípulos de manera integral— esta no es una cuestión meramente teórica. Es una preocupación profundamente espiritual y práctica que impacta cada aspecto de nuestra vida: desde cómo servimos hasta cómo oramos.

El teólogo luterano Walter Pilgrim ofrece un marco de referencia sólidamente fundamentado en las Escrituras que nos ayuda a discernir el papel de la iglesia frente a los poderes de nuestro tiempo. Identifica tres posturas posibles que la iglesia puede adoptar ante el poder del Estado y las instituciones culturales: una postura crítica-constructiva, cuando es viable establecer alianzas estratégicas; una postura crítica-transformadora, cuando hay margen para impulsar reformas significativas; y una postura crítica-resistiva, cuando los poderes se han vuelto abiertamente opresivos o idólatras.1

Estos modelos no son fórmulas rígidas ni mutuamente excluyentes, ni están diseñados para aplicarse de forma automática. Más bien, nos invitan a un proceso continuo de discernimiento orante que nos lleva a preguntarnos: ¿Cuándo debemos colaborar? ¿Cuándo confrontar? ¿Cuándo someternos? ¿Y cuándo resistir? Arraigado en la Escritura, informado por la historia y atento a los desafíos actuales, este marco puede ayudarnos a navegar con sabiduría y fidelidad los poderes políticos y culturales que moldean nuestra sociedad, para así dar un testimonio valiente, coherente y centrado en el Reino de Dios, en medio de un mundo complejo y a menudo comprometido con otros señores.

#1: Crítica-Constructiva: Colaboración con los ojos bien abiertos

LLa postura crítica-constructiva resulta apropiada en contextos donde las autoridades gubernamentales manifiestan un compromiso con la justicia, el respeto al orden constitucional y el funcionamiento de sistemas con contrapesos y mecanismos de rendición de cuentas. Esta actitud parte del reconocimiento de que, aunque los poderes nunca son completamente neutrales ni infalibles, pueden estar dispuestos a implementar políticas justas y a servir al bien común. La exhortación del apóstol Pablo en Romanos 13:3-4, donde afirma que “los gobernantes no están para infundir temor a los que hacen lo bueno”, refleja esta posibilidad de un gobierno legítimo bajo la soberanía de Dios.2

Desde esta perspectiva, la iglesia actúa como colaboradora, no por lealtad ciega, sino mediante un apoyo crítico y fundamentado en principios. Esto abre oportunidades para establecer alianzas estratégicas en áreas como la lucha contra la pobreza, la atención a personas refugiadas, la prevención de la violencia, el cuidado del medio ambiente, el desarrollo comunitario, el crecimiento económico y la renovación urbana. Esta es la postura que muchas iglesias han adoptado en sociedades democráticas, donde la teología pública y el compromiso cívico son expresiones valoradas de la fe. Así se retoma el llamado de Jeremías a los exiliados: “Busquen el bienestar (shalom) de la ciudad… porque en su bienestar, ustedes encontrarán el suyo” (Jeremías 29:7).

SSin embargo, esta relación exige lo que Walter Pilgrim llama una “alianza diferenciada”. Aunque los poderes intentarán seducir a la iglesia y utilizarla para sus propios fines, la iglesia no puede ser cooptada por los mismos sistemas con los que colabora. Debe preservar su identidad como una comunidad moral distintiva, con una voz profética que no dependa de favores ni alianzas. La célebre máxima —atribuida al estratega político Lord Palmerston, quien dijo: “No tenemos aliados eternos ni enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos, y es nuestro deber seguir esos intereses3 —adquiere un significado más profundo en un contexto teológico. Para la iglesia, esta idea nos recuerda que, aunque en ciertos momentos puede ser propicio colaborar con las autoridades, su lealtad última debe ser siempre a Cristo y a su Reino. La iglesia no puede vincularse tan estrechamente con ningún proyecto político o ideológico que termine perdiendo su voz profética o su vocación fundamental: dar testimonio del reinado de Dios en medio del mundo.

Por eso, se requiere una vigilancia constante. La iglesia debe estar dispuesta a cuestionar y denunciar incluso a aquellos sistemas con los que ha establecido vínculos estratégicos, especialmente cuando sus acciones se alejan de la justicia o perpetúan la opresión.

Este fue precisamente el enfoque de líderes como William Wilberforce, quien, desde el Parlamento británico, luchó incansablemente por la abolición de la trata de esclavos a principios del siglo 18. Como advirtió con firmeza: “Puedes elegir mirar hacia otro lado, pero nunca más podrás decir que no lo sabías.”4 De manera semejante, el líder del movimiento de derechos civiles en Estados Unidos, Martin Luther King Jr., apeló a la conciencia moral del Estado norteamericano, exhortándolo a vivir conforme a sus ideales fundacionales, y declaró con convicción: “La injusticia en cualquier lugar es una amenaza a la justicia en todas partes.5

La injusticia en cualquier lugar es una amenaza a la justicia en todas partes.

– Dr. Martin Luther King Jr.

#2: Crítica-Transformadora: Distancia Vigilante, Presión Profética

La postura crítica-transformadora se vuelve necesaria en contextos más frágiles: democracias emergentes, gobiernos en transición o países marcados por instituciones débiles y una aplicación desigual del estado de derecho. En estos escenarios, aunque las autoridades afirman estar comprometidas con el bien común, con frecuencia fallan en la práctica. La corrupción, la exclusión, los intereses particulares o la indiferencia suelen empañar sus acciones. A pesar de ello, el cambio sigue siendo una posibilidad real.

En tales contextos, la iglesia no puede actuar como una socia igualitaria del Estado. En lugar de ello, debe asumir el rol de voz profética y de conciencia crítica: estar presente en el espacio público, pero desde una postura de distancia vigilante y discernimiento constante. Desde esta posición, la iglesia denuncia la injusticia, propone alternativas y aboga por una transformación estructural a través de medios pacíficos pero valientes. Esto puede implicar resistencia no violenta, lamento público, organización comunitaria o desobediencia civil. Como lo expresa el profeta Isaías: “¡Ay de los que dictan leyes injustas y redactan decretos opresivos!” (Isaías 10:1).

A diferencia de la postura crítica-constructiva, este enfoque está marcado por la tensión y el conflicto, aunque evita la confrontación innecesariamente hostil. Es una postura de paz incómoda, que interpela a los que detentan el poder y los llama al arrepentimiento y la reforma. La iglesia no se repliega en un aislamiento sectario, ni se alinea con movimientos partidistas, ni permite que el Estado la instrumentalice. Al contrario, se nutre de su identidad teológica para dar testimonio de un Reino radicalmente distinto—un Reino no basado en la dominación, sino en la justicia, la misericordia y la humildad (Miqueas 6:8). Como recordaba el teólogo y mártir alemán, Dietrich Bonhoeffer, “La iglesia es iglesia solo cuando existe para los demás.”6 En este espíritu, la iglesia señala otra forma de ser humanos—un camino más excelente, arraigado no en las estructuras de poder de este mundo, sino en el amor entregado del Cristo crucificado y resucitado.

Los ejemplos bíblicos abundan. Pensemos en Juan el Bautista, confrontando a Herodes por sus acciones ilegítimas (Marcos 6:18); en Natán, enfrentando al rey David con una parábola que desenmascaraba su injusticia (2 Samuel 12); o en el profeta Amós, denunciando la opresión económica del Reino del Norte con estas palabras: “Pero corra el juicio como las aguas, y la justicia como un arroyo inagotable” (Amós 5:24). Estos profetas no abandonaron a sus pueblos, pero tampoco adularon a los gobernantes. Hablaron con la claridad que proviene de Dios, aun cuando eso implicó un alto costo personal. 

En tiempos más recientes, encontramos ecos de esa misma valentía profética. Óscar Romero, arzobispo de El Salvador, pasó de una postura de cooperación cautelosa a una confrontación abierta al presenciar la creciente violencia estatal y el sufrimiento del pueblo pobre. Con firmeza proclamó: “Cuando la Iglesia oye el clamor de los oprimidos no puede menos que denunciar las formaciones sociales que causan y perpetúan la miseria de la que surge ese clamor.”7 De manera similar, el arzobispo de la iglesia anglicana en Sudáfrica, Desmond Tutu, se convirtió en la conciencia moral de su país durante la lucha contra el apartheid, afirmando con contundencia: “Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor.”8 Su labor profética ofreció tanto una denuncia poderosa como una esperanza concreta para una nación atravesada por la opresión y el conflicto.

Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor.

– Desmond Tutu

 #3: Crítica-Resistiva: Disidencia santa frente al Imperio

Hay momentos en los que los poderes ya no pueden ser considerados aliados—ni siquiera agentes defectuosos del bien común—sino que se revelan como perpetradores de injusticias demoníacas, promotores de sistemas deshumanizantes y portadores de ambiciones idólatras. En estos casos, la colaboración deja de ser posible. Estos gobernantes no buscan la justicia, sino el dominio, y con frecuencia envuelven su poder en un lenguaje religioso, mientras actúan en abierta contradicción con los frutos del Espíritu (Gálatas 5:22–23). Sus acciones no son simples equivocaciones: son rechazos conscientes de la justicia y resistencias deliberadas a la transformación que proviene de Dios.

En contextos así—bajo regímenes autoritarios, gobiernos violentos o estructuras marcadas por una idolatría institucionalizada—la iglesia está llamada a adoptar una postura crítica-resistiva. Esto no implica rechazar toda forma de sumisión a la autoridad terrenal, sino redefinir la sumisión como una fidelidad aún más profunda a Dios que a César: una lealtad que pone la obediencia al Reino de Dios por encima de cualquier exigencia y demandas de los poderes injustos y opresivos.

Esta fue precisamente la situación que enfrentaron los primeros cristianos bajo el Imperio romano. Su postura fue moldeada por el ejemplo de Jesús mismo, quien se sometió voluntariamente a un sistema judicial romano arbitrario e injusto, pero rechazó de manera categórica su teología imperial y sus prácticas opresivas. Cuando Pablo proclamó: “Jesús es el Señor” (Romanos 10:9), no estaba haciendo una confesión religiosa privada, sino una afirmación pública y profundamente subversiva, que desafiaba frontalmente al culto imperial que reconocía al César como señor, salvador e incluso hijo de Dios.9 Confesar a Jesús como Señor era negar la autoridad suprema del César y adoptar una forma de vida marcada por la resistencia leal a un imperio que exigía adoración y obediencia total

Del mismo modo, la visión apocalíptica de Juan en el libro de Apocalipsis no fue una especulación teológica futurista y desconectada del presente, sino una denuncia profética del Imperio romano, expresada mediante un lenguaje simbólico cargado de poder. Su impactante imaginería de bestias, un dragón y la infame “Babilonia la Grande, madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra” (Apocalipsis 17–18) constituye una acusación directa contra el imperialismo romano: un sistema caracterizado por la codicia, la idolatría, la explotación económica, la violencia estructural y la autoconservación de una élite pequeña pero desproporcionadamente poderosa y rica.

En momentos como estos, la iglesia es llamada a una resistencia costosa y a una lealtad fiel a una autoridad superior. Debe estar dispuesta a sufrir por la verdad y la justicia, y a formar comunidades alternativas de esperanza: ekklesías que vivan conforme a una ética diferente, que rindan lealtad a un Rey distinto, y que encarnen los valores de un Reino que es distinto a los reinados de este mundo. Estas comunidades deben estar arraigadas en la adoración al único Dios verdadero, Creador y Sustentador de todo lo que existe; en el apoyo mutuo fundado en la generosidad y la abundancia; y en un testimonio valiente y una acción profética sin temor.Como lo enseña Filipenses 2, Cristo se humilló a sí mismo y fue obediente hasta la muerte—no para legitimar sistemas injustos, sino para vencer el mal a través de un amor que se entrega completamente. La cruz no es solo el medio de nuestra salvación; es también el modelo de una resistencia no violenta y dispuesta al sufrimiento. Como escribió con contundencia Dietrich Bonhoeffer: “Cuando Cristo llama a un hombre, le ordena que venga y muera.”10

La iglesia en la Alemania nazi enfrentó una crisis de esta magnitud. Mientras muchos se rindieron ante el régimen—adoptando la teología nacionalista promovida por la Reichskirche alemana—un remanente fiel, conocido como la Iglesia Confesante, liderado por figuras como Karl Barth y Dietrich Bonhoeffer, optó por un camino distinto. Bonhoeffer expresó con firmeza: “La iglesia no solo debe vendar las heridas de las víctimas que hay debajo de la rueda, sino también detener la rueda misma.”11 Su participación en el movimiento de resistencia y su martirio final en el campo de concentración de Flossenbürg estuvieron fundamentados en una obediencia radical a Cristo y a nadie más. Su vida y su muerte revelan la profundidad de fe y valentía necesarias cuando la justicia es pisoteada y el Estado se convierte en instrumento del mal.

Hoy, ese mismo espíritu de resistencia sigue vivo en comunidades cristianas que sobreviven bajo regímenes autoritarios en países como Myanmar, Eritrea, Corea del Norte, Somalia y Yemen. En estos contextos, las iglesias operan en la clandestinidad, los pastores son encarcelados, y hasta el simple acto de reunirse para adorar a Dios se convierte en un acto de desobediencia civil. A menudo ocultos, perseguidos o dispersos en el exilio, estos creyentes siguen dando testimonio del Dios de justicia, negándose a inclinarse ante los ídolos del poder político, religioso o cultural, incluso a costa de su propia libertad o vida. Sus comunidades encarnan lo que el sociólogo francés Jacques Ellul llamó “esperanza contra toda esperanza”, dando testimonio no del triunfo del imperio, sino de la venida del Reino de Dios (Romanos 4:18).12

La iglesia no solo debe vendar las heridas de las víctimas que hay debajo de la rueda, sino también detener la rueda misma.

– Dietrich Bonhoeffer

Discernir los tiempos: Sabiduría profética en acción

Los paradigmas constructivo, transformador y resistivo no son estrategias aisladas ni fórmulas rígidas que puedan aplicarse de manera automática. Más bien, son herramientas teológicas que nos invitan a un discernimiento constante y a un compromiso sensible al contexto. Cada uno de ellos brota de una postura espiritual profunda de sumisión a la autoridad suprema de Dios, que está por encima de cualquier poder humano. Es esta sumisión la que se convierte en el lente a través del cual discernimos cómo debemos responder ante las autoridades humanas. Para orientar este proceso de discernimiento, podemos plantearnos tres preguntas clave:

  1. ¿Están los poderes del Estado genuinamente comprometidos con una sociedad justa?
  • ¿Protegen a los más vulnerables?
  • ¿Respetan el estado de derecho y el debido proceso?
  1. ¿Quién se beneficia y quién es perjudicado por sus políticas y acciones?
  • ¿Buscan el bien común o sirven a una élite privilegiada?
  • ¿Existen comunidades marginadas, culpabilizadas o sistemáticamente excluidas?
  1. ¿Están los poderes abiertos a la corrección o actúan movidos por la coerción, el control y la censura?
  • ¿Existe espacio para el discurso público, la crítica y la reforma?
  • ¿O se suprime la disidencia, se manipula la verdad y se absolutiza el poder?

Las comunidades de fe deben abordar estas preguntas en oración, escuchando atentamente tanto el testimonio de las Escrituras como las voces de los marginados. Están llamadas a examinar el poder del Estado con ojos críticos, conscientes de que el mal suele disfrazarse de benevolencia—especialmente cuando favorece al grupo dominante—y se reviste del lenguaje de la estabilidad, la tradición o incluso la religión. Frente a tales engaños, la iglesia debe permanecer profundamente arraigada en su identidad eclesial: no como una espectadora pasiva de las dinámicas políticas, sino como una agente activa, valiente y profética del Reino de Dios, dando testimonio de la justicia, la verdad y el amor en medio de un mundo necesitado de esperanza y transformación.

Conclusión: La Iglesia como el pueblo profético de Dios

Al final, la lealtad más alta y la sumisión más profunda de la iglesia no pertenecen a ningún imperio terrenal, partido político ni ideología cultural, sino al Señor crucificado y resucitado. Como discípulos de Jesús, no estamos llamados a asegurar poder, conservar privilegios, proteger nuestra comodidad ni a alinearnos con las narrativas dominantes. Estamos llamados a ser sal y luz en el mundo (Mateo 5:13–14), una ciudad en lo alto de un monte, una señal viviente del Reino que se aproxima.

Este tipo de sumisión dista mucho de ser pasiva. Es un acto audaz de esperanza profética, que libera a la iglesia para actuar con valentía, colaborar con el bien, oponerse al mal y soportar el sufrimiento con fe perseverante. Ya sea mediante la colaboración constructiva, la incidencia transformadora o el testimonio resistivo, la misión de la iglesia no cambia: proclamar y encarnar la justicia, la paz y la verdad del Reino de Dios en un mundo aún marcado por la injusticia y la idolatría—un mundo que sigue gimiendo por redención (Romanos 8:22–23).

En una época en la que las fronteras entre la iglesia y el imperio se desdibujan cada vez más, donde la convicción teológica se cambia con demasiada facilidad por conveniencia política, y donde las voces proféticas son ignoradas, silenciadas o domesticadas, necesitamos recuperar el coraje, la lucidez y la compasión de la iglesia primitiva. Estamos llamados a decir la verdad al poder, a abrazar el camino de la cruz que recorrió Jesús y a vivir en solidaridad con los pobres, los oprimidos y los olvidados. Como embajadores de Cristo (2 Corintios 5:20), nuestro llamado no es simplemente criticar a los poderes, sino vivir de manera distinta, dar testimonio con fidelidad y encarnar una nueva forma de ser humanos. Arraigados en las Escrituras, guiados por el Espíritu y comprometidos con el camino de Jesús, que seamos una iglesia que se niega a inclinarse ante los ídolos de la seguridad, el nacionalismo o la comodidad, y que proclama con valentía, en palabra y en acción: “Jesús es el Señor.”

Al hacerlo, no solo resistimos los sistemas rotos de este mundo, sino que anunciamos la llegada de una nueva realidad. Hacemos visible, aquí y ahora, el Reino que no puede ser sacudido. Y en esa resistencia fiel, descubrimos no solo nuestro testimonio más genuino, sino también nuestra adoración más verdadera: “Ya se te ha declarado lo que es bueno. ¿Y qué exige el Señor de ti? Que practiques la justicia, que ames la misericordia y que camines humildemente con tu Dios.” (Miqueas 6:8).


Notas Finales

  1. Walter Pilgrim, Uneasy Neighbors: Church and State in the New Testament (Minneapolis: Augsburg Fortress, 2000). ↩︎
  2. Una postura fundamental que atraviesa todo el Nuevo Testamento es la sumisión, aunque no en el sentido de una obediencia ciega ni de una pasividad conformista. Como explica el teólogo Walter Pilgrim en Uneasy Neighbors: Church and State in the New Testament, la sumisión es, ante todo, un reconocimiento teológico de que los poderes terrenales existen bajo la soberanía de Dios. Esta postura afirma el papel legítimo de los gobiernos en la promoción del orden y el bien común (Romanos 13:1–7; 1 Pedro 2:13–17), pero sin otorgarles una autoridad absoluta. Tal como lo señala Pilgrim, sumisión no es lo mismo que rendición. Se trata de una actitud inicial de humildad y discernimiento, desde la cual la iglesia discierne si debe colaborar, confrontar o resistir. En este sentido, la sumisión se convierte en el fundamento espiritual de tres paradigmas activos y bíblicamente fundamentados para relacionarse con el Estado y los poderes culturales. ↩︎
  3. Henry John Temple, Viscount Palmerston, speech to the House of Commons, March 1, 1848, en Hansard’s Parliamentary Debates, 3a ser., vol. 97 (1848), col. 122. ↩︎
  4. William Wilberforce, quoted in Eric Metaxas, Amazing Grace: William Wilberforce and the Heroic Campaign to End Slavery (New York: HarperOne, 2007), 251. ↩︎
  5. Martin Luther King Jr., Letter from Birmingham Jail, April 16, 1963, en Why We Can’t Wait (New York: Signet Classics, 2000), 72. ↩︎
  6. Dietrich Bonhoeffer, Letters and Papers from Prison, ed. Eberhard Bethge (New York: Macmillan, 1972), 203. ↩︎
  7. Desmond Tutu, citado en Desmond Tutu and Mpho Tutu, Made for Goodness: And Why This Makes All the Difference (New York: HarperOne, 2010), 143. ↩︎
  8. Desmond Tutu, citado en Desmond Tutu and Mpho Tutu, Made for Goodness: And Why This Makes All the Difference (New York: HarperOne, 2010), 143. ↩︎
  9. Desde el final de la República romana y a lo largo de los primeros años del Imperio, Julio César y Augusto sentaron las bases del culto imperial romano al asumir títulos tradicionalmente reservados para lo divino. Julio César fue aclamado en las provincias orientales como “dios manifiesto” (θεὸς ἐπιφανής) y “salvador de la vida humana” (σωτήρ), títulos profundamente enraizados en las tradiciones helenísticas de veneración a los gobernantes. Estas distinciones, respaldadas por inscripciones como las halladas en Éfeso y Ceos, le fueron otorgadas incluso antes de su deificación oficial en el 42 a.C. como Divus Iulius, consolidando así su estatus divino tanto a nivel regional como dentro de la religión oficial del Estado romano. Augusto, hijo adoptivo de César, reforzó esta línea de divinización al adoptar públicamente el título de divi filius (“hijo del divino”), una designación ampliamente difundida en monedas e inscripciones monumentales. También fue celebrado como “salvador” (σωτήρ) en inscripciones como la del célebre Calendario de Priene, que describe su nacimiento como el comienzo de las “buenas noticias” (εὐαγγέλιον) para el mundo. Aunque evitó el uso del título latino dominus (“señor”) en Roma debido a sus connotaciones monárquicas, el equivalente griego kyrios fue ampliamente utilizado en las provincias orientales, como lo demuestra la inscripción en la Puerta de Mazeo y Mitrídates en Éfeso, donde se le proclama “señor y salvador del mundo”. Estos títulos —Señor, Salvador e Hijo de Dios— no solo afirmaban el estatus supremo de los emperadores, sino que fusionaban poder político e identidad divina, creando un entorno teológico-político que los primeros cristianos confrontarían con una confesión radicalmente subversiva: “Jesús es el Señor.” ↩︎
  10. Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Discipleship, trans. R. H. Fuller (New York: Macmillan, 1959), 89. ↩︎
  11. Dietrich Bonhoeffer, Ethics, ed. Eberhard Bethge, trans. Neville Horton Smith (New York: Simon & Schuster, 1995), 134. ↩︎
  12. Jacques Ellul, Hope in Time of Abandonment, trans. C. Edward Hopkin (New York: Seabury Press, 1973), 7. ↩︎

Directorio de Imágenes

  1. “Martin Luther King Jr. by Christian Rice”, Wiredforlego, Flickr, CC BY 2.0
  2. “Dietrich Bonhoeffer Stained Glass,St Johannes Basilikum, Berlin SW29”, Sludge G, Flickr, CC BY 2.0
  3. “Desmond Tutu and His Rocket Chair”, Todd Berman, Flickr, CC BY 2.0
  4. “Luces IV”, eskararriba, Flickr, CC BY 2.0

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