Resumen del Artículo
Este artículo ofrece una profunda reflexión teológica y misional sobre la necesidad urgente de redefinir radicalmente el concepto y la práctica de la iglesia (ekklesia) en el contexto latinoamericano. En una región que es simultáneamente la más urbanizada y violenta del mundo, y donde la mitad de la población tiene menos de 25 años, los modelos eclesiásticos tradicionales han demostrado ser en gran medida ineficaces para responder a los desafíos sistémicos de pobreza, desigualdad, migración forzada y violencia estructural. A pesar del crecimiento numérico del cristianismo evangélico, muchas iglesias han adoptado paradigmas centrados en el espectáculo, el consumismo religioso, el institucionalismo rígido y una teología escapista, lo cual ha generado comunidades desconectadas de sus contextos y con escaso impacto transformador.
En contraposición, el artículo propone recuperar el significado original de ekklesia como una comunidad enviada, empoderada por el Espíritu y orientada a encarnar el Reino de Dios en todas las esferas de la vida. A través de un análisis riguroso de las Escrituras, el contexto histórico del Nuevo Testamento y el testimonio de la iglesia primitiva, se presentan cuatro dimensiones esenciales de la ekklesia: una comunidad sanadora y misional, un movimiento discipulador guiado por el Espíritu, una fuerza transformadora que confronta las estructuras de muerte, y una comunidad adoradora en comunión profunda con Dios. Asimismo, el artículo rastrea cómo la evolución lingüística y eclesiológica —desde ekklesia hacia kuriakē e “iglesia”— ha contribuido a una visión reducida y domesticada de la iglesia, más centrada en el culto dominical que en la misión integral. En respuesta, se hace un llamado a volver a la visión de Jesús: una ekklesia activa y visible, que vive la adoración como entrega total, que forma discípulos en todas las áreas de la vida, que encarna la justicia y la compasión del Reino, y que actúa como alma de la ciudad, promoviendo el Shalom en contextos marcados por la fragmentación y la desesperanza.
El artículo concluye con un consejo profético a líderes, iglesias y comunidades en América Latina a abandonar la autopreservación institucional y abrazar con valentía su vocación pública, comunitaria y transformadora. El futuro de la iglesia no se definirá por sus eventos ni por la magnitud de sus estructuras, sino por su capacidad de formar comunidades discipuladoras, profundamente conectadas con Dios y activamente involucradas en la restauración de sus ciudades y naciones. Solo así, afirma el artículo, la ekklesia podrá ser la comunidad viva y enviada que Jesús soñó, una iglesia que desafíe las puertas del Hades y manifieste con poder, compasión y verdad el Reino de Dios en nuestra generación.
Parte 1: Los grandes retos para la iglesia en Latinoamérica

Introducción: América Latina entre la urgencia y el potencial
América Latina enfrenta tres desafíos y oportunidades fundamentales: es la región más urbanizada del mundo, con aproximadamente el 82 % de su población viviendo en zonas urbanas, y también la más violenta, al concentrar la tasa más alta de homicidios y 42 de las 50 ciudades más violentas del planeta. Al mismo tiempo, casi el 50 % de su población es menor de 25 años, aunque esta proporción ha ido disminuyendo gradualmente en las últimas décadas. Esta realidad demográfica presenta una oportunidad única y una necesidad apremiante para llegar de manera efectiva a las ciudades y conectarse con las generaciones más jóvenes. Dado que la mayoría de la población reside en áreas urbanas, es crucial desarrollar paradigmas de plantación de iglesias y ministerios urbanos que aborden los desafíos y oportunidades específicos que presentan los entornos urbanos. Al mismo tiempo, enfocarse en involucrar a las generaciones más jóvenes es fundamental, ya que representan una parte significativa de la población. Es crítico que los movimientos de plantación de iglesias encuentren nuevas formas de invertir en su crecimiento, empoderamiento y participación activa, ya que esto es clave para forjar un futuro más prometedor para América Latina.
Más iglesias, ¿más impacto?
Sin embargo, simplemente plantar más iglesias no es una solución a los principales desafíos que enfrenta América Latina, si no examinamos de cerca cómo llegar de manera efectiva a las ciudades y conectarnos con las generaciones más jóvenes. Aunque el cristianismo evangélico es actualmente la religión de más rápido crecimiento en la región, con aproximadamente una quinta parte de los latinoamericanos identificándose como evangélicos, lo que representa un aumento desde una décima parte en 2002, es evidente que esto no ha llevado a cambios significativos frente a los persistentes niveles elevados de violencia, pobreza, desigualdad y migración en la región. Por ejemplo, a pesar de los altos porcentajes de evangélicos en países como Brasil y las naciones de América Central, donde se espera que los evangélicos superen a los católicos romanos como la religión dominante en la próxima década, los desafíos que contribuyen a la violencia, la pobreza y la migración, siguen siendo significativos.
Muchos sostienen la hipótesis de que la iglesia, como comunidad elegida por Dios, tiene la responsabilidad de generar un impacto real y transformador en su entorno. El entonces influyente líder y escritor evangélico Bill Hybels lo expresó repetidamente al afirmar que “La iglesia local es la esperanza del mundo”1, y que “Nada en la tierra tiene mayor potencial para cambiar vidas y llevar a cabo la obra del Reino en la comunidad que la iglesia local. No hay nada como la iglesia local cuando funciona bien. Su belleza es indescriptible. Su poder es asombroso. Su potencial es ilimitado. Ninguna otra organización en la tierra se le compara. Nada se le acerca.”2 Sin embargo, a pesar de la fuerza de esas afirmaciones, muchas iglesias y líderes hoy parecen centrarse únicamente en lo que ocurre dentro de sus propias cuatro paredes. Se conforman con mantener el statu quo, careciendo de la visión, la determinación y el sentido de responsabilidad necesarios para involucrarse activamente en la transformación de sus comunidades.
No hay nada como la iglesia local cuando funciona bien. Su belleza es indescriptible. Su poder es asombroso. Su potencial es ilimitado.
Bill Hybels
Existe una brecha significativa entre el amor por Dios y el amor por el prójimo, y una falta de alineación entre el Gran Mandamiento y la Gran Comisión. De hecho, en el panorama eclesiástico contemporáneo de América Latina, observamos una preocupante proliferación de modelos distorsionados de iglesia. La “Iglesia Espectáculo“, centrada en el sensacionalismo y el carisma, busca entretener más que transformar, reduciendo la vida cristiana a eventos emocionales y experiencias llamativas. La “Iglesia Monumento“, aferrada a un tradicionalismo rígido, convierte la fe en una rutina intocable, más preocupada por preservar formas heredadas que por responder a los desafíos actuales con fidelidad creativa. Y la “Iglesia Fortaleza“, marcada por un fundamentalismo excluyente, erige muros de pureza doctrinal que expulsan al diferente, priorizan la forma sobre el fondo, la norma sobre la compasión y la polémica sobre el discipulado. En lugar de fomentar una fe encarnada, profunda y transformadora, estos modelos tienden a perpetuar estructuras y discursos desconectados de la realidad cotidiana de las personas, distorsionando o neutralizando el llamado integral de la iglesia.
Raíces del problema: Teologías y prácticas que alejan del propósito original
A continuación, se enumeran algunas de las raíces más profundas que explican por qué muchas iglesias no logran vivir su propósito original ni generar el impacto que el Evangelio propone:
- Una teología escapista que enfatiza la segunda venida de Cristo y nuestra relación vertical con Dios, pero minimiza nuestra relación horizontal con el prójimo, donde el papel de la iglesia es simplemente rescatar almas de las fauces del infierno y vivir separados de la influencia perjudicial de “el mundo”.
- Un marco desequilibrado de lo que muchos consideran una iglesia saludable, donde la salud de la iglesia se mide principalmente por la asistencia a la iglesia, los edificios de la iglesia y la cantidad de diezmos y ofrendas financieras, lo que conduce a una eclesiología orientada a eventos y un enfoque principal en ofrecer una gran experiencia de adoración, en lugar de la alineación con el Gran Mandamiento y la Gran Comisión.
- Una falta de discipulado transformador, con muchas iglesias enfatizando el conocimiento en lugar del carácter, enfatizando la información más que la formación, y muy pocas comunidades de fe enfocadas en hacer discípulos que vivan su fe cristiana en todas las áreas de sus vidas, incluyendo la búsqueda activa de abordar los desafíos comunitarios y sociales.
- Una falta de formación teológica seria, donde la enseñanza bíblica es superficial. Esta carencia fomenta la prevalencia de una “teología chatarra” centrada en la prosperidad y en experiencias emocionales, en lugar de una formación teológica sólida, centrada en Cristo, que capacite a los creyentes para vivir su fe de manera integral.
- La influencia de la teología de la prosperidad, una reinterpretación radical de la Biblia que afirma que la riqueza terrenal es un signo primordial de bendiciones divinas, y por lo tanto se centra en el crecimiento económico de las personas, pero no en la transformación de sus comunidades circundantes.
- Un modelo consumista y centrado en el templo, donde las iglesias han convertido a los congregantes en consumidores, priorizando eventos y experiencias atractivas en lugar de una misión integral y servicio a la comunidad, lo que resulta en una adoración superficial que no promueve una fe viva y activa que impacte su entorno.
- Una conceptualización de la iglesia que se enfoca principalmente en el aspecto litúrgico y en la celebración del servicio dominical, relegando su papel misional, lo que lleva a que las congregaciones se centren en actividades internas y de culto, en lugar de movilizarse como una comunidad activa que busca el bienestar integral de su entorno, impactando en la transformación social, económica y espiritual de sus comunidades.
- Un liderazgo jerárquico y personalista, donde las estructuras piramidales elevan a los líderes a figuras casi incuestionables, promoviendo el culto a la personalidad. En lugar de fomentar un liderazgo humilde y servicial, muchas iglesias caen en un estilo de liderazgo narcisista que busca la adulación, en lugar de reflejar el modelo de liderazgo de servicio que Jesús enseñó.
- Una desconexión de la presencia viva de Dios, donde muchos creyentes ya no son conducidos a espacios donde puedan ser llenos, capacitados y transformados por el Espíritu del Dios viviente. La experiencia de encuentro con Dios ha sido reemplazada por rutinas religiosas, espectáculos emocionales o contenidos intelectuales, en lugar de cultivar una comunidad que anhela y experimenta la presencia real de Dios, siendo impactada profundamente por su gloria y poder para vivir una vida transformada y misional.
- La normalización de patrones abusivos dentro de la vida eclesial, como el abuso espiritual, la manipulación emocional y el uso del miedo para controlar a las personas, limita profundamente la libertad y el desarrollo de los creyentes. Aunque a veces se justifican con discursos de obediencia o autoridad espiritual, estas prácticas sofocan el llamado y la dignidad que Dios ha dado a cada persona. En lugar de formar comunidades donde las personas puedan crecer y vivir su vocación plenamente, muchas iglesias terminan reproduciendo ambientes de control que contradicen el mensaje liberador del Evangelio.
Frutos de esta realidad: Desconexión, dualismo y pobreza espiritual

Los frutos de esta realidad revelan una profunda desconexión con la misión integral de Dios. Muchas iglesias se han replegado sobre sí mismas, priorizando rituales, estructuras y agendas internas por encima de un compromiso genuino con su vocación de servicio y la transformación de sus comunidades. Esta desconexión también revela una pérdida de confianza en el poder del Evangelio para provocar cambios reales, tanto en las personas como en las comunidades. En lugar de ser una fuerza encarnada de Shalom, la iglesia, a menudo, se ha vuelto en un espacio cerrado, donde el mensaje de las buenas nuevas se reduce a fórmulas espirituales sin impacto en la realidad concreta. Como consecuencia, se ha desarrollado una mentalidad de escasez y un complejo de inferioridad que ha producido iglesias servilistas, dependientes de la política o de estructuras denominacionales rígidas. Esta actitud está anclada en una visión dualista que separa lo espiritual de lo terrenal, impidiendo una visión holística del Reino de Dios y debilitando la capacidad de la iglesia para actuar con relevancia en el mundo. Como consecuencia, el fruto espiritual es escaso: abundan las actividades, los números y los eventos, pero hay poca evidencia de una transformación auténtica. La frase “mucho follaje y poco fruto” describe con precisión la realidad de muchas congregaciones que, pese a su aparente vitalidad externa, no están produciendo un impacto tangible en la vida de sus miembros ni en las comunidades donde están insertas.
La urgencia de repensar nuestra misiología, eclesiología y liturgia
Todo esto debería llevarnos a reflexionar profundamente: ¿Qué tipo de iglesia estamos siendo? ¿Qué clase de discipulado estamos formando? ¿Qué evangelio estamos encarnando? ¿Qué impacto estamos generando en nuestro entorno? La clave para responder a estas preguntas y transformar la realidad que enfrenta la iglesia latinoamericana reside, en gran medida, en el liderazgo y en una renovación de nuestra comprensión sobre lo que significa una iglesia saludable y un discipulado verdaderamente transformador. Esto implica repensar con valentía los paradigmas actuales de liderazgo, teología, misiología y eclesiología, para poder responder con honestidad, esperanza y claridad a los grandes desafíos del presente.
De hecho, el artículo sostiene que la conceptualización y el diseño actuales de la mayoría de las iglesias difícilmente generarán un fruto verdaderamente transformador, ya que su propia autodefinición y propósito institucional limitan esa vocación radical. Aunque el artículo coincide con la afirmación de Bill Hybels de que la iglesia es la mejor esperanza para el mundo, también señala que la manera en que muchas iglesias hoy en día operan, se organizan y se comprenden a sí mismas impide que ese potencial se haga realidad. Por su propio diseño, no lo lograrán; pues nada puede producir lo que no fue diseñado para producir. En ese sentido, aunque han pasado más de 50 años desde que se articuló la visión de la misión integral en América Latina, muchas iglesias aún no la han adoptado. Esto no se debe a una falta de información o acceso a los marcos teológicos pertinentes, sino a que su autocomprensión eclesiológica y su estructura organizacional no están alineadas con esa misión. En otras palabras, no se puede vivir ni encarnar lo que no ha sido integrado en la identidad y vocación misma de la iglesia.
¿Qué tipo de iglesia estamos siendo? ¿Qué clase de discipulado estamos formando? ¿Qué evangelio estamos encarnando? ¿Qué impacto estamos generando en nuestro entorno?
En las siguientes páginas, exploraremos las raíces de esta desconexión y crisis y propondremos una definición bíblica más amplia de la ekklesia, redescubriendo su propósito y misión para volver a ser la comunidad que Jesús soñó: una iglesia restauradora, discipuladora, transformadora y adoradora, enviada al mundo para encarnar el Reino de Dios con poder, compasión y verdad.
El siguiente árbol de problemas ilustra los desafíos previamente descritos:

Parte 2: ¿Qué es la Ekklesia? – El llamado y propósito de la Ekklesia
Introducción: Diferentes modelos eclesiásticos
Muchos cristianos de hoy conciben la iglesia como el edificio donde nos reunimos, el lugar donde cantamos alabanzas, escuchamos la predicación y convivimos un poco con otros creyentes. De hecho, en el mundo actual, la mayoría de las estructuras eclesiásticas están organizadas en torno a tres diferentes modelos que definen su enfoque y práctica.
- El modelo centrado en la experiencia de adoración y el liderazgo carismático: Este modelo, que surgió en EE.UU., gira en torno a una experiencia de adoración dinámica y un liderazgo carismático. Se enfoca en un predicador influyente, un escenario llamativo, una banda de alabanza vibrante y un servicio con luces, sonido y medios visuales diseñado para atraer y motivar a la gente a asistir. Además, incorpora programas y eventos diseñados para fortalecer el compromiso de los congregantes. Este enfoque, con énfasis en la experiencia emocional, una predicación relevante y en figuras pastorales protagónicos, ha sido ampliamente adoptado en América Latina y en muchas iglesias neopentecostales, carismáticas y no denominacionales en todo el mundo.3
- El modelo litúrgico y sacramental. Este modelo antiguo es característico de las iglesias católicas, ortodoxas y anglicanas. Se centra en la celebración de la eucaristía o comunión, con el altar como punto focal. El culto sigue una liturgia establecida, con rituales y oraciones que conectan a los fieles con la tradición histórica de la fe cristiana. Su enfoque se fundamenta en la creencia de que la participación sacramental en el cuerpo y la sangre de Cristo es el eje central de la vida eclesial, enfatizando la continuidad con las enseñanzas y prácticas de la iglesia primitiva.
- El modelo basado en la predicación y la enseñanza bíblica. Finalmente, este modelo, característico de muchas iglesias protestantes reformadas y evangélicas, tiene como centro el pulpito y la proclamación de la Palabra. La predicación expositiva y el estudio profundo de las Escrituras son el núcleo del servicio dominical, con la enseñanza bíblica como principal herramienta para la formación espiritual de los congregantes. Se enfatiza la claridad doctrinal, la enseñanza práctica y la aplicación de la Escritura en la vida cotidiana de los creyentes.
Estos modelos, sin duda, han bendecido a millones de personas a través de los siglos, y tienen aspectos valiosos, pero comparten una característica común: tienden a centrar la experiencia de la iglesia en el servicio sabatino o dominical, relegando a un segundo plano la misión en el entorno local. Se enfocan más en lo que pasa dentro de un edificio o espacio litúrgico en lugar de encarnar la misión de Dios y equipar una comunidad misional activa y comprometida con la transformación integral de su entorno y con un impacto tangible en sus comunidades locales. Como resultado, muchas congregaciones han caído en la mentalidad de “ir a la iglesia” en lugar de “ser la Iglesia”. El peligro de este enfoque es que, en lugar de ser un cuerpo vivo y transformador, la iglesia puede convertirse en una mera “Unidad Administrativa de Servicios Litúrgicos” —una organización enfocada en programas y eventos religiosos, pero desconectada de su llamado a ser sal y luz en la ciudad. Esto nos lleva a una pregunta fundamental: ¿Es esta la iglesia que Jesús imaginó y soñó?
El significado original de la ekklesia
Desafortunadamente, muchas personas de hoy conciben la iglesia simplemente como una comunidad inofensiva, adoradora, evangelizadora y servil. Sin embargo, si la iglesia hubiera sido solo eso, difícilmente habría provocado la persecución que sufrió. Cuando Jesús utilizó la palabra “ekklesia” para describir la comunidad de discípulos que quería formar, tenía una visión de la iglesia bastante distinta a las connotaciones modernas asociadas con la palabra “iglesia”. Pero ¿cómo podríamos definir realmente la palabra ‘ekklesia’? Para responder a estas preguntas, es necesario explorar primero lo que Jesús tenía en mente al establecer la ekklesia. Comencemos con una breve recapitulación de Su propósito y misión:
El propósito y la misión de Jesús

Jesús vino a anunciar las buenas nuevas y establecer el Reino de Dios en la tierra. Sanó a los enfermos, proclamo las buenas nuevas, confrontó la injusticia, perdonó pecados, conjunto y grupo de discípulos, y nos reveló el sueño de Dios. Pero su misión no terminó ahí: murió y resucitó, y al hacerlo, nos rescató del poder del pecado y la muerte, que nos impiden experimentar el Shalom de Dios en nuestras vidas y en el mundo. Su muerte y resurrección marcaron un punto de inflexión definitivo, ya que Jesús venció de una vez por todas el arma más poderosa de Satanás sobre la creación: la muerte misma, el caos, la destrucción. Como dice la Escritura: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh hades (sepulcro), tu victoria?” (1 Corintios 15:55-57). Con la resurrección de Cristo, la vida—y la vida en abundancia—tienen la última palabra y serán establecidas como la realidad definitiva de nuestro universo (Juan 10:10). Incluso la muerte ha perdido su poder.
Aparte de proclamar el evangelio del Reino de Dios, Jesús llamó a un grupo de discípulos para formar una comunidad radicalmente diferente, una comunidad cimentada en la fe y en la confianza en Dios que Él mismo llamó ekklesia (Matt 16:18; Matt 18:17). ¿Pero que fue la ekklesia durante el tiempo de Jesús, un término que formó parte del vocabulario político griego y romano durante siglos?4
El contexto histórico: Templo, sinagoga, sanedrín y ekklesia
Antes de definir el término, es importante señalar que, en la época del nacimiento de Jesús y durante toda su vida en la tierra, existían cuatro instituciones principales en Israel:
- El Templo era el centro del culto en Israel, el lugar donde el pueblo acudía para encontrarse con la presencia de Dios a través de los sacrificios y la mediación de los sacerdotes. Era el único sitio donde se llevaban a cabo los rituales prescritos en la Ley, y por ello, se consideraba el espacio sagrado por excelencia, el corazón de la vida religiosa de la nación.
- La Sinagoga era un lugar de reunión y enseñanza donde el pueblo de Dios se congregaba en distintos lugares para estudiar las Escrituras, orar y fortalecer su identidad comunitaria. A diferencia del Templo, que estaba centrado en los sacrificios, la sinagoga ofrecía un espacio accesible para la formación espiritual y el aprendizaje, permitiendo que las comunidades locales se nutrieran de la enseñanza de la Ley y los Profetas.
- El Sanedrín (o consejo de 70 ancianos) supervisaba los aspectos legales y judiciales de la vida judía, cumpliendo un papel esencial en la cohesión institucional de Israel. Además, en las ciudades más importantes existían consejos o tribunales locales —conocidos como “pequeños sanedrines” o “batei din”— encargados de resolver asuntos legales y de supervisar la aplicación de la Ley a nivel regional o municipal, complementando así la autoridad del Gran Sanedrín en Jerusalén.
- La Ekklesia se refería a una asamblea de ciudadanos “llamados fuera” de sus hogares por un heraldo de la ciudad para reunirse en un espacio público. En las urbes greco-romanas esta asamblea tenía la responsabilidad de juntarse regularmente para deliberar sobre asuntos cívicos y políticos, discutir leyes, elegir a los magistrados, y tomar decisiones sobre cuestiones públicos de la ciudad.5
Si bien en Galilea o Judea, durante la época de Jesús, la ekklesia no operaba exactamente como en las polis (ciudades) griegas clásicas, algunas ciudades con mayor impronta helenística (por ejemplo, ciertas urbes de la Decápolis, Tiberíades en Galilea o Séforis que se encontraba a unos 6-7 km de Nazaret, el lugar donde creció Jesús) conservaban estructuras asamblearias inspiradas en dicha tradición. Allí, las élites locales discutían asuntos de gobierno municipal, aunque eran obligadas a someterse a las directrices de la autoridad romana (o del tetrarca, en el caso de Galilea) y a respetar la legislación judía en lo que incumbía a la población local. No obstante, el concepto de la ekklesia era conocido en la región, y a medida que los discípulos se expandían hacia Samaria y otros confines del mundo grecorromano, lo encontraron con mayor frecuencia. De hecho, el término aparece 114 veces en todo el Nuevo Testamento, lo que indica su importancia para la emergente comunidad de seguidores.
Por ello, es clave comprender la intención de Jesús al elegir la palabra ekklesia para describir su comunidad de discípulos. A diferencia de templo y sinagoga, en la época de Jesús, ekklesia no tenía una connotación religiosa, sino cívica y política. Su origen se remonta a la democracia griega, donde funcionaba como una asamblea gobernante o legislatura de ciudadanos encargada de la administración de la ciudad-estado. Estaba compuesta por hombres de dieciocho años o más, quienes habían completado al menos dos años de servicio militar, lo que significaba que eran personas altamente comprometidas con su ciudad. En la mayoría de las ciudades griegas, la ekklesia se reunía regularmente para deliberar sobre asuntos públicos y gubernamentales, velando por el buen gobierno, el desarrollo y el bienestar de la ciudad y su futuro. Así, ekklesia no connotaba simplemente una “reunión”, sino una asamblea oficial con autoridad para tomar decisiones, implementar políticas y moldear la vida pública de la comunidad.6 Este sistema de participación ciudadana —conocido como democracia o gobierno del pueblo— fue especialmente característico de la antigua Grecia y no tenía precedentes en otras civilizaciones de Asia, África o Europa.7 En el contexto mexicano actual, un concepto que guarda cierta similitud con la ekklesia griega sería el COPACI (Consejo de Participación Ciudadana), cuyo objetivo es involucrar a los ciudadanos en la toma de decisiones para el bienestar de sus comunidades.
Cuando el Imperio Romano, con su estructura jerárquica, pasó a controlar los territorios helenísticos, permitió que muchas de las ciudades de tradición griega mantuvieran sus instituciones locales —incluidas las ekklesiai – siempre y cuando éstas no entraran en conflicto con los intereses imperiales.8 Así, Roma integró gradualmente las ciudades helenísticas a su estructura imperial, delegando funciones administrativas clave a las élites locales. Estas élites, organizadas en cuerpos ciudadanos formalmente reconocidos —como los consejos municipales (ordines decurionum)—, no solo representaban los intereses de sus comunidades, sino que también actuaban como agentes del poder romano. A través de estos cuerpos, Roma aseguraba la implementación de sus leyes, la promoción de su cultura y el cumplimiento de sus prioridades imperiales.9 Entre sus responsabilidades se incluían la recaudación de impuestos, la administración de justicia local, el reclutamiento militar y la ejecución de obras públicas.10 Si bien estos órganos, inclusive las ekklesias, conservaban ciertos elementos tradicionales de autonomía cívica, sus decisiones más importantes —especialmente en asuntos políticos, militares o fiscales— requerían la aprobación del gobernador provincial o de magistrados designados por el emperador. De este modo, Roma lograba mantener el control sobre sus territorios conquistados mediante una colaboración estratégica con las élites locales, asegurando así la estabilidad y expansión de su poder en las provincias.
En este contexto imperial, el uso del término ekklesia por parte de Jesús adquiere una profundidad y una carga subversiva mucho más significativa.11 Aún bajo control romano y llamado a representar los intereses del imperio, la ekklesia seguía evocando en tiempos de Jesús la idea de una asamblea de ciudadanos con autoridad para deliberar y tomar decisiones sobre el bienestar de su ciudad.
Por qué Jesús escogió la palabra ‘Ekklesia’
Vale la pena repetir que es profundamente revelador que Jesús y los apóstoles eligieran un término secular —ekklesia— en lugar de uno religioso para definir la identidad y el propósito de la comunidad que estaban formando. Jesús bien pudo haber dicho: “Edificaré mi Templo” o “Edificaré mi Sinagoga”, los dos pilares religiosos del judaísmo de su tiempo. Pero no lo hizo. Al optar por ekklesia, se distanció intencionalmente de un modelo centrado en estructuras religiosas tradicionales. Su visión iba mucho más allá de una reforma interna del judaísmo: desplazaba el centro espiritual desde un edificio sagrado hacia una comunidad viva y reunida en Su nombre, presente en todas partes del mundo.
Bajo esta lógica, la visión de Jesús sobre la ekklesia puede entenderse como una continuación y expansión del concepto de qahal (קָהָל) en el Antiguo Testamento, que describe a Israel como una asamblea convocada por Dios para ser “un reino de sacerdotes” (Éxodo 19:6), llamado a reflejar y mediar la presencia de Dios en el mundo.12 A su vez, esta dimensión sacerdotal remite al relato de la creación, donde Adán y Eva reciben el mandato de gobernar y ejercer mayordomía en la tierra en nombre de Dios (Génesis 1:26–28). El Espíritu, al “moverse sobre” las aguas caóticas (Génesis 1:2), simboliza ese impulso divino de transformar el desorden en un mundo ordenado y lleno de vida. Así, toda la creación es entendida como un templo cósmico, donde los primeros seres humanos —y posteriormente Israel como qahal— están llamados a funcionar como administradores sacerdotales que encarnan la presencia de Dios y promueven orden, plenitud y justicia en la tierra.13
Jesús retoma y reformula este llamado al establecer su ekklesia: una asamblea universal y radicalmente inclusiva, compuesta por personas de toda nación, etnia y procedencia. Su misión no es construir templos, sino ser templo; no centralizar la espiritualidad en un lugar, sino dispersarla como levadura en toda la sociedad. Así como el Espíritu se movía sobre el caos para ordenar el mundo y generar vida, la ekklesia, empoderada por ese mismo Espíritu, es enviada a confrontar las fuerzas de desorden —como la violencia, la injusticia y la alienación— creando espacios de adoración, reconciliación y justicia y penetrar su entorno con la presencia del Dios de Shalom. Esta continuidad entre la vocación de Adán y Eva, el llamado de Israel como qahal, y la comisión de Jesús a su ekklesia, revela un único proyecto divino: restaurar la creación y formar un pueblo que irradie la presencia y el Shalom de Dios en medio del caos del mundo.
Así como el Espíritu se movía sobre el caos para ordenar el mundo y generar vida, la ekklesia, empoderada por ese mismo Espíritu, es enviada a confrontar las fuerzas de desorden —como la violencia, la injusticia y la alienación— creando espacios de adoración, reconciliación y justicia y penetrar su entorno con la presencia del Dios de Shalom.
A la luz de esto, la elección de la palabra ekklesia no fue casualidad sino deliberado. Pues, al tomar un término de raíz cívica y política —no religiosa— Jesús estaba redefiniendo radicalmente el concepto de comunidad espiritual. Su ekklesia no sería una réplica de los modelos imperiales de poder, sino una asamblea alternativa “llamada fuera” y convocada no por un emperador humano, sino por el Rey de reyes. Su misión: manifestar la presencia de Dios, encarnar Su gobierno en medio de sistemas humanos quebrados, confrontar el mal en todas sus formas —espirituales, sociales, culturales y estructurales— y sembrar señales del Reino en cada rincón de la vida.
Impregnada con el ADN del Reino y empoderada por el Espíritu Santo, la ekklesia fue concebida como una comunidad viva, dinámica y transformadora que representa los intereses del cielo en medio de la tierra, una comunidad restaurada que actúa como embajadora del Reino de Dios (2 Corintios 5:17–21 y Efesios 3:10).14 Por eso, su identidad no se limita a una reunión dominical, sino que se despliega a lo largo de toda la semana, en todos los ámbitos de la vida. Así, el uso del término ekklesia por parte de Jesús demuestra cómo Él define la nueva identidad, propósito y misión de sus discípulos como una comunidad enviada a discipular personas, ciudades y naciones, anunciando con hechos y palabras el Shalom del Reino.15
¿Cómo llegamos de Ekklesia a Iglesia?
Si efectivamente, para Jesús y sus apóstoles, ekklesia significaba la asamblea de ciudadanos del Reino de Dios, empoderados por el Espíritu para representar ese Reino en la tierra, entonces ¿cómo llegamos a la manera en que hoy entendemos la palabra “iglesia”? ¿Cómo fue que el término pasó a asociarse principalmente con un lugar de culto, un edificio eclesiástico o una estructura religiosa institucional, en lugar de una comunidad activa y misional comprometida a buscar el shalom de su entorno?
Cómo la evolución lingüística cambió el significado de Ekklesia a Kuriakē y Church
En el siglo IV, la palabra griega ekklesia fue traducida al latín vulgar como ecclesia. Con el tiempo, a medida que la ecclesia se adaptó a su nuevo papel como religión oficial del Imperio tras el Edicto de Milán (emitido por Constantino en el año 313), el término ecclesia comenzó a utilizarse no solo para describir la asamblea de creyentes, sino también para referirse al lugar de culto y adoración, así como a la estructura institucional de la Iglesia, incluyendo sus edificios, jerarquía y organización.
En las lenguas romances, esta evolución lingüística dio origen a nuestra palabra “iglesia”. Hoy en día, muchos usamos el término “iglesia” de manera intercambiable con “ekklesia”. Sin embargo, a pesar de sus raíces etimológicas comunes, ambas palabras han adquirido significados conceptuales distintos. De hecho, la palabra “iglesia” adquirió un significado más semejante al de “church” en inglés y “Kirche” en alemán, términos utilizados en estos idiomas para referirse a la comunidad cristiana. Estas palabras derivan del término griego “kuriakē” o “kuriakon”, que significa “perteneciente al Señor”. A partir del siglo IV y V, kuriakē se popularizó en las comunidades cristianas de habla griega para referirse a “la casa del Señor” o al “lugar de culto” donde se celebraba la “Santa Cena” reforzando así la percepción de la iglesia como un espacio físico centrado en la adoración litúrgica y la organización eclesiástica.

Es interesante notar que la palabra “kuriakon” solo se menciona dos veces en todo el Nuevo Testamento. Una vez cuando se habla de la “Cena del Señor” en 1 Corintios 11:20, y la otra cuando se refiere al “Día del Señor” en Apocalipsis 1:10. Con el tiempo, este término empezó a relacionarse con las reuniones cristianas, especialmente aquellas donde se celebraba la Cena del Señor. Eventualmente esto llevó a que se usara para referirse a los lugares de culto. Más adelante, esta reinterpretación influyó bastante en la traducción de la Biblia al gótico, una lengua germánica antigua. Los godos tradujeron “Kyriakos oikos” (que significa la casa del Señor) como “ciric”, término que, con la evolución del idioma, pasó a ser “kerk” en inglés antiguo, luego “church” en inglés moderno y “Kirche” en alemán.”16
Del movimiento al monumento: La institucionalización de la Ekklesia
Sin embargo, cuando los traductores reemplazaron ekklesia en el texto griego por los términos contemporáneos “church” en inglés, “Kirche” en alemán o la reinterpretada “iglesia” en español, su significado original se perdió. Aunque Martín Lutero prefirió utilizar la palabra “Gemeinde” (congregación) en lugar de “Kirche” para referirse a la ekklesia, con la intención de destacar una comunidad de creyentes viva y activa, en contraste con la institución eclesiástica establecida, el énfasis continuó centrado en la congregación de los creyentes que se reunían para la adoración y la enseñanza en un evento religioso semanal. Como resultado, el concepto de ekklesia —que originalmente describía una asamblea dinámica, empoderada por el Espíritu Santo, con una espiritualidad viva y un compromiso activo con el bienestar de su ciudad, tal como Jesús la concibió— se redujo a una simple reunión religiosa centrada en un edificio al que se asiste ocasionalmente.
No es de extrañar que, con el tiempo, ekklesia se sacralizó y pasó a asociarse cada vez más con la dimensión espiritual y religiosa del cristianismo, enfatizando la estructura eclesiástica por encima de su naturaleza misional y transformadora. Por esta razón, en muchas tradiciones cristianas—como la católica, ortodoxa y anglicana—la liturgia se centra en la eucaristía, mientras que, en las iglesias protestantes, evangélicas y carismáticas, el énfasis recae en el púlpito o el escenario, enfocado a un evento espiritual semanal. Como resultado, la experiencia de la iglesia se ha asociada principalmente con “asistir al templo”, “ir a misa” o “participar en el servicio dominical”, reduciendo su significado a una reunión periódica en lugar de una comunidad activa y transformadora.
Cuando la reunión religiosa reemplaza a la comunidad misional
A raíz de esta evolución, muchos—incluyendo cristianos de tradición anabautista, quienes rechazaban la jerarquía clerical y enfatizaban el liderazgo comunitario—interpretan hoy ekklesia como la asamblea de los santos, un grupo apartado de las estructuras del mundo para formar parte del pueblo de Dios. Desde esta perspectiva, la ekklesia se concibe como una comunidad separada de su entorno, reunida principalmente para la oración, los sacramentos y la enseñanza, con el propósito de vivir en santidad, consagración, y distanciado de las influencias del mundo.17
Podríamos decir, entonces, que la mayoría de las iglesias hoy en día operan más como kuriakē que como ekklesia. Incluso muchos movimientos de plantación de iglesias se enfocan más en establecer kuriakēs—congregaciones centradas en el culto y la enseñanza—que en formar ekklesias, comunidades enviadas para transformar su entorno. Si bien la kuriakē—con su énfasis en la adoración, la predicación y la comunión—es una parte fundamental de la vida cristiana, no representa la totalidad de la iglesia que Jesús imaginó. La kuriakē encaja dentro de la ekklesia, pero la ekklesia tiene un propósito mucho más amplio que la kuriakē. Es esencial, sin duda, que los creyentes se reúnan en el nombre de Jesús para adorar y compartir en comunión, pero confundir la ekklesia con una simple reunión religiosa (o peor aún, con un edificio) nos priva de su verdadero propósito que Jesús estableció. La ekklesia original no estaba limitada a un templo ni a reuniones semanales, sino que era un movimiento misional, apartado para participar en la misión de Dios. Era una comunidad enviada al mundo para testimoniar el Reino de Dios en medio de culturas que habían reemplazado la verdad del Evangelio por otras narrativas. Era una asamblea de discípulos comprometida con la vida de la ciudad, dedicada a confrontar la injusticia y a manifestar, en palabra y acción, la historia de Dios en el mundo.

Precisamente por eso, Jesús eligió un término no religioso para describir a su comunidad de discípulos. No quería formar simplemente una congregación espiritual reunida en torno a una plataforma, un púlpito o un altar. Su visión era la de una comunidad comprometida con el bienestar integral —el shalom— de su entorno. Así como la ekklesia de una ciudad greco-romana tenía la responsabilidad de velar por el bien común de su polis, la ekklesia de Jesús —movida por el Espíritu Santo— fue llamada a ser un instrumento del Reino de Dios: separado del mundo en su ética, valores y propósito, pero profundamente involucrada en la transformación de personas, comunidades y naciones. Su misión incluía discipular, crear espacios de pertenencia y conexión con Dios, sanar y restaurar, y llevar paz y justicia a todos los rincones de la sociedad.
A la luz de esto, reflexionemos sobre cuatro aspectos esenciales de la ekklesia que nos ayudarán a reenfocar nuestra misión y recuperar la visión que Jesús soñó:18
- La Ekklesia como una comunidad sanadora y misional.
- La Ekklesia como un movimiento discipulador, movido por el Espíritu.
- La Ekklesia como una fuerza transformadora.
- La Ekklesia como una comunidad adoradora y en comunión con Dios.
La Ekklesia: Una comunidad sanadora y misional

Enviados como Cristo: La misión integral de la Ekklesia
En Juan 20:21, Jesús dijo: “Shalom a ustedes. Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes.” Con estas palabras, Jesús deja claro que la iglesia es una comunidad enviada a continuar su misión integral. Está llamada a ser embajadora del Reino, proclamando y encarnando el Evangelio en todos los ámbitos de la sociedad. Jesús no vino únicamente a salvar almas individuales, sino a redimir personas, restaurar comunidades enteras y reconciliar todo el cosmos bajo el señorío de Dios. Como lo expresa Juan 3:16-17, uno de los textos bíblicos más conocidos: “Porque tanto amó Dios al cosmos (refiriéndose a la totalidad de la humanidad, el universo y todo el orden creado, e incluso el sistema mundano con sus valores y prácticas) que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al cosmos para condenar al cosmos, sino para salvarlo por medio de él.”Además, en Colosenses 1:19-20 Pablo afirma: “Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud, y por medio de él reconciliar consigo TODAS LAS COSAS, tanto las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo el Shalom mediante la sangre que derramó en la cruz.” Estos pasajes enfatizan la amplitud de la misión de Jesús y, por ende, de su ekklesia: ser agentes de reconciliación y transformación en todo el orden creado.
En otras palabras, la ekklesia no existe para servirse a sí misma, sino como un instrumento por medio del cual Dios actúa en el mundo.19 Aquí es donde el significado original de ekklesia cobra un sentido profundo: si la entendemos como “una asamblea de seguidores de Jesús, apartada para participar en la misión de Dios, reflejar su Reino y buscar el Shalom de la ciudad”, entonces nuestra misión no se limita a reunirnos para la adoración y la edificación, sino a vivir y encarnar el Evangelio de forma plena, más allá de las cuatro paredes de nuestros espacios eclesiales. Hemos sido enviados al mundo con la responsabilidad colectiva de guiar a nuestras comunidades y ciudades hacia un futuro mejor, llevando el Shalom de Dios a todos los ámbitos de la vida humana.20 En resumen, la idea de que la vida es una peregrinación desde un paraíso perdido hacia un hogar nuevo y restaurado es una metáfora que recorre toda la Biblia y refleja profundamente el llamado de la ekklesia: ser un pueblo en camino, que anticipa y participa activamente en la restauración de todas las cosas.
La mesa como lugar de misión
Es importante destacar que el crecimiento de la ekklesia durante los primeros tres siglos fue posible, en parte, porque Jesús hizo que su movimiento se desarrollara sobre prácticas sociales ya existentes, especialmente las comidas compartidas. Esta realidad se refleja en la primera descripción de la comunidad tras Pentecostés: “se mantenían firmes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en la oración” (Hechos 2:42). No se trataba de eventos ocasionales, sino de un estilo de vida constante. Una de las imágenes más frecuentes de las reuniones de la iglesia primitiva es la de creyentes compartiendo alimentos. Estas comidas no eran meros encuentros sociales, sino que se convertían en verdaderas asambleas sagradas. Las mesas se transformaron en espacios inclusivos, a diferencia del templo o la sinagoga, y permitieron que la ekklesia se insertara plenamente en la vida cotidiana, sin aislarse del mundo. Jesús convirtió las mesas en púlpitos y los hogares en salas de asamblea donde los extraños eran bienvenidos y, con frecuencia, se convertían en discípulos. La ekklesia no solo hablaba de pertenencia: la vivía. Lo hacía con pan, vino, palabra y presencia, creando comunidades donde cada persona encontraba un lugar, un propósito y una familia.
Jesús convirtió las mesas en púlpitos y los hogares en salas de asamblea donde los extraños eran bienvenidos y, con frecuencia, se convertían en discípulos.
Koinonía como estilo de vida
De hecho, en la ekklesia primitiva, el término griego koinonía —habitualmente traducido como “comunión” o “compañerismo”— no se limitaba a expresar cercanía espiritual o vínculos afectivos, sino que describía una forma de vida compartida profundamente comprometida. Para los primeros cristianos, implicaba una participación activa y concreta en la vida de los demás: en sus necesidades materiales (Hechos 2:44–45), en la proclamación del evangelio (Filipenses 1:5), en el discipulado de las naciones (Mateo 28;18-20), en los sufrimientos de Cristo (Filipenses 3:10) y en la obediencia al llamado de Dios (1 Juan 1:6–7). Todo ello tenía como propósito último glorificar a Dios.21
Como afirmó el mismo Pablo, cuando la ekklesia vive esta forma de koinonía —una comunidad que se ama, se sirve y camina unida— revela al mundo una realidad profundamente contracultural. Al vivir el Evangelio en comunidad, Dios manifiesta su sabiduría y su plan eterno, no solo a las personas, sino también a las autoridades y poderes invisibles del universo (Efesios 3:10).
La ekklesia, entonces, no es simplemente una inofensiva comunidad religiosa: sino es una señal viva del Reino transformador de Dios. Del mismo modo que el Reino estaba presente en la persona de Cristo, ahora está presente en su cuerpo: la ekklesia. Por eso Pablo exhortaba a los creyentes a “revestirse de Cristo” (Romanos 13:14), es decir, a vivir de tal manera que Cristo se haga visible en el mundo por medio de ellos. Esta identidad implica asumir y encarnar la misión integral de Jesús: la ekklesia, al haber sido reconciliada con Dios, está llamada a ser embajadora de esa reconciliación. Su tarea no se limita a proclamar con palabras, sino también a encarnar con hechos el amor que restaura, la gracia que perdona y la esperanza que renueva. Donde hay ruptura, está llamada a tender puentes; donde hay heridas, a sanar; donde hay injusticia, a sembrar justicia. Como cuerpo visible de Cristo en el mundo, la ekklesia anuncia con su vida que todo puede ser hecho nuevo (2 Corintios 5:17–20).
La Ekklesia como alma de la ciudad: Una comunidad visible, enviada y encarnada
Desde esta perspectiva, el Reino de Dios está inseparablemente ligado a un pueblo concreto: el pueblo de Dios. Jesús no vino simplemente a transmitir una serie de verdades escritas o proposicionales —como si su misión fuera dejar un libro—, sino que llamó y reunió una comunidad viva de hombres y mujeres que fueran testigos de lo que él fue, dijo e hizo. La nueva realidad que introdujo en la historia debía continuar a lo largo del tiempo no en forma de un texto, sino en la forma de una comunidad viva, encarnada, en misión.22 Así, la ekklesia, como cuerpo visible de Cristo en el mundo, proclama con su vida que todo puede ser hecho nuevo, anticipando y participando del Reino que viene. Como señala el historiador Rodney Stark, “a las ciudades desgarradas por conflictos étnicos violentos, el cristianismo ofreció una nueva base para la solidaridad social.”23
La Epístola a Diogneto, escrita alrededor del año 130 d.C., expresa con belleza esa visión que tenía la iglesia primitiva sobre su rol en la sociedad: “Lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”.24 Esta afirmación refleja cómo los primeros cristianos se concebían a sí mismos. No como un simple apéndice, sino como el alma de la ciudad: esenciales para su bienestar moral, espiritual y social. No estaban preocupados por el poder político, ya que carecían de él. Más bien, su postura estaba moldeada por la cruz: una vida de compasión, servicio sacrificial y poder espiritual al servicio de su ciudad. Como resultado, intentaron imitar a Cristo mostrando prácticamente el amor de Dios a las personas necesitadas, incluidos los pobres, esclavos, viudas y enfermos, especialmente durante tiempos de crisis. Esta actitud los distinguió notablemente en el mundo greco-romano, donde eran al mismo tiempo admirados y ridiculizados por su rectitud, compasión, misericordia y amor práctico hacia el prójimo. Fue precisamente esa forma concreta de encarnar el Evangelio la que permitió que las ekklesias primitivas crecieran de manera exponencial durante el siglo III, al comprender que su misión no era simplemente reunirse, sino ser comunidades generadoras de Shalom.25
Eso es ser la ekklesia que Jesús imaginó: una comunidad transformada y transformadora, empoderada por el Espíritu, enviada al mundo para vivir, proclamar y extender el Reino de Dios.
Esta visión integral de la misión es retomada por el misiólogo sudafricano David Bosch, quien afirma: “La misión de la iglesia, entonces, tiene todas las dimensiones y el alcance del ministerio de Jesús, y nunca debe reducirse a plantar iglesias o salvar almas. Consiste en proclamar y enseñar, pero también en sanar y liberar, en mostrar compasión por los pobres y los oprimidos. La misión de la iglesia, como la de Jesús, implica ser enviados al mundo: para amar, servir, predicar, enseñar, sanar, salvar, liberar, interceder por otros, encarnarse, ser siervos, estar abiertos incluso a la posibilidad del sufrimiento o la muerte, adorar y estar atentos a la guía del Espíritu.”26 Eso es ser la ekklesia que Jesús imaginó: una comunidad transformada y transformadora, empoderada por el Espíritu, enviada al mundo para vivir, proclamar y extender el Reino de Dios.
La Ekkesia: Un movimiento discipulador movido por el Espíritu

Del miedo a la misión: El encuentro con el resucitado
Tras la muerte de Jesús, los discípulos estaban desanimados, escondidos, y profundamente temerosos. Su mundo se había venido abajo. Aquel que habían seguido como el Mesías, el que hablaba con autoridad, sanaba a los enfermos y anunciaba el Reino de Dios, había sido brutalmente crucificado. Su corazón estaba lleno de incertidumbre y dudas. Cuando Jesús resucitado se les apareció, no lo reconocieron de inmediato. Pensaron que era un fantasma. Jesús los confrontó con ternura, pero también con claridad: “¿Por qué están asustados? ¿Por qué tienen el corazón lleno de dudas?” (Lucas 24:38).
Para demostrarles que estaba verdaderamente vivo, comió con ellos. Les mostró sus manos y sus pies. Los invitó a tocarlo, a convencerse de que no era una visión ni una ilusión. “¿Por qué están turbados?”, les preguntó de nuevo. “¿No saben que Yo he vencido a la muerte? ¿No saben que los envío con poder desde lo alto?” (Lucas 24:39). En los días siguientes, les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras a la luz de su Reino (Hechos 1:3), y les recordó que el mensaje del Reino y su visión de Shalom debían ser proclamados a todas las naciones y a toda criatura. Jesús no solo calmó sus temores. Los comisionó. Les dio una misión global: discipular —es decir, transformar, influir y modelar— a las naciones con un nuevo paradigma que, desde una perspectiva humana, parecía imposible. Los envió a anunciar que había comenzado un nuevo Reino, una nueva realidad bajo su señorío, como el camino hacia ese Shalom integral que Dios había soñado desde la creación.
Discipular naciones: El plan maestro de Jesús
En Mateo 28:19–20, Jesús dejó clara la misión de su ekklesia: “Vayan y hagan discípulos de todas las naciones, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado.” Y ¿qué es lo que había mandado? “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, alma y mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se resume toda la ley y los profetas.” (Mateo 22:37–40). Esta es la esencia de la misión discipuladora: formar comunidades donde se aprenda a vivir el amor a Dios, al prójimo y a sí mismo en cada esfera de la vida; el punto de partida para encarnar y extender el Reino, que se manifiesta en una vidas transformadas, relaciones restauradas y comunidades sanadas.
El teólogo y escritor Brian McLaren, en El Mensaje Secreto de Jesús, resume las distintas versiones de la Gran Comisión (Mateo 28:18–20; Marcos 16:15; Lucas 24:49 / Hechos 1:8; Juan 20:21) en este párrafo: “No pueden guardar en secreto las buenas nuevas del Reino. Por eso, los envío, así como el Padre me envió, para compartir las buenas nuevas del Reino de Dios con el mundo. A todos los que reciban y hagan suyo este mensaje, ayúdenlos a formar comunidades donde puedan aprender juntos, poniendo en práctica lo que han escuchado. Así, poco a poco, aprenderán a vivir según mi enseñanza, tal como ustedes siguen aprendiendo cada día. Pero no intenten hacerlo solos. No confíen solo en sus propias fuerzas, sino en el poder del Espíritu Santo. Y no se queden solo con los suyos: crucen fronteras, rompan barreras y compartan este mensaje con personas de todas las culturas, idiomas y naciones. Lo que han descubierto al caminar conmigo —el camino, la verdad y la vida— es para todos.”27
En una de sus últimas conversaciones con los discípulos, antes de ascender al cielo, Jesús les dio una estrategia clara para la expansión del Reino: “Serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra” (Hechos 1:8). La misión comenzaría en Jerusalén —el centro religioso, político y económico de Israel— para luego extenderse a Judea, alcanzar Samaria (desafiando barreras culturales y prejuicios históricos siendo que era una región enemistada con los judíos), y cruzar fronteras hasta tocar las naciones gentiles del vasto Imperio Romano. Esta expansión conllevaba un mensaje radical: que Jesús, y no César, es el verdadero Señor; que su Reino de Shalom confronta toda forma de idolatría, opresión y violencia de los reinados e imperios de la tierra.
No fue fácil para los discípulos recibir esta misión, porque ninguno de los lugares a los que fueron enviados prometía ser sencillo. Pero Jesús no solo los envió, también los empoderó. En Mateo 28:20 les aseguró: “Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.” Y en Lucas 24:49 les advirtió: “Permanezcan en la ciudad hasta que el Espíritu Santo venga y los llene con poder del cielo.”
El poder del Espíritu: No para el espectáculo, sino para la misión
Es importante destacar que el poder del Espíritu Santo no fue dado como un fin en sí mismo, sino como la fuerza que impulsaría a los discípulos a testimoniar y a expandir el Reino de Dios entre las naciones, formando discípulos y levantando ekklesias que buscaran el Shalom de su entorno. Lamentablemente, en muchos contextos hoy se malinterpreta el propósito principal del Espíritu Santo, reduciéndolo a signos, milagros, dones o experiencias sobrenaturales y manifestaciones carismáticas. Sin embargo, su propósito central es movilizar a la ekklesia a convertirse en una comunidad caracterizada por la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu (Romanos 14:17). Los milagros y experiencias no son el fin en sí mismos, sino “señales” que apuntan al Reino; el contenido verdadero del Reino son vidas y comunidades transformadas por la rectitud, la justicia, la reconciliación y la plenitud del Shalom.28
La Ekklesia misional: Comunidades que discipulan con la vida
El plan de Jesús, entonces, consistía en fundar y fortalecer ekklesias misionales, movidas por el Espíritu, que vivieran conforme a los valores del Reino y extendieran el Evangelio del Shalom por toda la tierra. Desde el libro de los Hechos hasta el Apocalipsis, vemos el compromiso inquebrantable de los discípulos con esta tarea: levantar ekklesias discipuladoras que encarnaran la buena noticia del Reino en todo el mundo. En eso resumían su razón de ser:
- Proclamaban el Reino de Dios y el señorío de Cristo.
- Formaban discípulos que crecieran en su confianza en y obediencia a Cristo.
- Enseñaban el camino de Jesús y fomentaban el carácter de Cristo.
- Buscaban vivir los valores del Reino en todas las áreas de la vida.
- Amaban y servían a sus vecinos y al prójimo con hechos concretos.
- Formaban líderes que llevaban el Evangelio a nuevas culturas.
- Confrontaban las estructuras de pecado e injusticia y las ideologías contrarias al Reino de Dios.
Lamentablemente, hoy, muchas iglesias han reducido el discipulado a actividades religiosas: asistir a cultos de oración, escuchar predicaciones o participar en estudios bíblicos. Pero el verdadero discipulado es mucho más. No basta con saber Biblia; hay que aprender a vivir como Jesús en cada ámbito – en el hogar, el trabajo, la cultura, la comunidad, la economía y la política. Por eso, cualquier teología que presenta el Evangelio solo como un “escape espiritual” está incompleta: ignora el mandato de discipular naciones y de transformar ciudades frágiles con el Reino de Dios.
Embajadores del Reino: Multiplicando comunidades de Shalom
La gran pregunta sigue siendo: ¿Confiamos en Aquel que dice tener toda la autoridad en el cielo y en la tierra? ¿Estamos dispuestos a ser la ekklesia que Él soñó? El mismo Espíritu que llenó a los primeros discípulos sigue actuando hoy. Él desea levantar hombres, mujeres, jóvenes y niños llenos de pasión, listos para ser parte de la respuesta de Dios a las heridas de nuestras ciudades y naciones. Somos llamados a multiplicarnos como embajadores del Reino, proclamando con palabras y hechos que el Shalom de Dios es real y está al alcance. Esta es la verdadera vocación de la ekklesia: ser un movimiento discipulador, guiado por el Espíritu, que transforma el mundo.
La Ekklesia: Una comunidad transformadora
Las puertas del hades: La misión de la Ekklesia de confrontar las fuerzas de muerte
Jesús declaró en Mateo 16:18: “Edificaré mi ekklesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.” Para muchos lectores modernos, estas palabras se interpretan sobre todo en un sentido espiritual. Sin embargo, una lectura más profunda revela que Jesús concibió a su ekklesia como una fuerza activa de transformación, llamada a enfrentarse a los “poderes de muerte” representados por las “puertas del Hades”. En este pasaje, Jesús afirma que ni siquiera las fuerzas del Hades —ya sean visibles o invisibles— podrán resistir el avance de su ekklesia. Esta poderosa declaración no solo resalta la fortaleza espiritual de la comunidad de Jesús, sino que también redefine su propósito y misión: la ekklesia no es una institución pasiva ni confinada entre cuatro paredes, sino una estructura viva y activa, en constante confrontación con las fuerzas de destrucción y opresión que amenazan la vida, el Shalom y la justicia del mundo creado por Dios. Es una asamblea dinámica, convocada y enviada para restaurar lo que está roto y manifestar el Reino de Dios en medio de la historia.
Es importante destacar que en el mundo antiguo las “puertas del Hades” no eran simplemente una imagen simbólica de la muerte o lo demoníaco. En ese contexto histórico, las puertas de las ciudades representaban puntos neurálgicos de la vida pública: allí se concentraban la actividad económica, política, jurídica y social. Eran los lugares donde se tomaban decisiones gubernamentales, se diseñaban estrategias militares, se firmaban alianzas y se resolvían disputas legales. En esencia, funcionaban como “centros de mando” de la ciudad. Por eso, cuando Jesús habla de “las puertas del Hades”, no se refiere únicamente a fuerzas espirituales o demoníacas, sino también a los sistemas humanos y estructuras de poder que perpetúan la injusticia, la opresión y la deshumanización.29 Cuando estas “puertas” se asocian con el reino del Hades, representan ese conjunto de autoridades y estructuras —visibles e invisibles— que, desde el centro de control del reino de la muerte, extienden su influencia destructiva con el propósito de sofocar o aniquilar la vida plena que Dios desea para su creación. Frente a esto, Jesús declara que tales fuerzas —tanto en su dimensión espiritual como en sus expresiones concretas como estructuras corruptas, injusticias sistémicas y mecanismos de exclusión— no prevalecerán contra la ekklesia que Él edificará. En otras palabras, da a entender que el Reino de Dios, manifestado y canalizado a través de la ekklesia, enfrentará y superará esas estructuras, libertando a los cautivos y denunciando la corrupción en todas sus formas.
Es verdaderamente sorprendente que Jesús no llama a su ekklesia a replegarse frente a los poderes del mal, sino a avanzar con valentía. La ekklesia, tal como Él la concibió, no es una comunidad pasiva ni defensiva que se refugia del mundo para protegerse de sus influencias, sino una fuerza activa y ofensiva que irrumpe en los lugares de oscuridad con la luz del Reino. No son las fuerzas del mal las que atacan las “puertas de la iglesia”; más bien, es la ekklesia la que toma la iniciativa de asaltar las puertas del Hades, decidida —en el poder del Espíritu— a traer libertad, sanidad y justicia allí donde antes reinaba la muerte. En palabras de Lucas 4:18-19, su misión es “proclamar buenas nuevas a los pobres, liberar a los cautivos, dar vista a los ciegos, poner en libertad a los oprimidos y anunciar el año favorable del Señor”, incluso en contextos de opresión imperial.
Autoridad delegada: Una fuerza para la restauración, no para la dominación
No debemos olvidar que, en tiempos de Jesús, Roma imponía su dominio político y cultural a gran escala, estableciendo su llamada “paz” —la famosa Pax Romana— por medio de la violencia, el control y la opresión. Del mismo modo que el Imperio hacía sentir su presencia, poder y cultura en cada rincón del mundo conocido, Jesús convoca a una ekklesia destinada a extender la presencia, el poder y la cultura del Reino de Dios, pero con un carácter profundamente revolucionario: su Reino se fundamenta en la justicia, la misericordia y la verdad, no en la fuerza ni en la imposición. Más aún: Jesús otorga a su ekklesia una autoridad que trasciende lo visible. Como afirma en Mateo 16:19: “Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.” Esta autoridad no es para controlar, manipular o dominar, sino para liberar, sanar y restaurar. Es una autoridad para romper cadenas, abrir caminos, y establecer señales del Reino en medio de realidades rotas. La ekklesia es, así, el instrumento visible de un Reino invisible que irrumpe con poder donde más se necesita.
¿Cómo entender esta autoridad en su dimensión práctica? Así como Roma tenía su propio senado y estructuras de gobierno que emitían decretos y moldeaban la vida de las ciudades y naciones bajo su dominio, la ekklesia de Jesús está investida de una autoridad espiritual delegada por el propio Rey —Cristo— para establecer en la tierra los principios y valores de su Reino. La metáfora de recibir “las llaves del Reino” (Mateo 16:19) representa la capacidad de “atar y desatar“, es decir, liberar el gobierno de Dios sobre la tierra, discernir su voluntad en cada situación, y declarar su señorío de forma que transforme y sirva a las personas, promoviendo siempre el bien común. En este sentido, la iglesia se convierte en “el cuerpo ejecutivo del Rey”: una comunidad viva y activa que confronta las estructuras del mal y los poderes de muerte en todas sus formas, llevando luz donde reina la oscuridad y sembrando Shalom donde abunda el caos.
No obstante, es esencial subrayar que esta “autoridad” no se ejerce bajo los esquemas opresivos que el mundo frecuentemente conoce. Jesús fue claro al advertir a sus discípulos que no debían “enseñorearse” ni “dominar” como lo hacen los gobernantes de este mundo, sino que debían aprender a servir. De hecho, Él mismo lavó los pies de sus seguidores, dejando un ejemplo práctico de cómo la autoridad del Reino se ejerce de abajo hacia arriba, a través del amor, la humildad y el servicio al prójimo. En otras palabras, la ekklesia no está llamada a imponer un régimen teocrático ni a controlar desde posiciones de poder, sino a ser una comunidad que, por su ejemplo de vida, testimonio y entrega, revela una nueva forma de ser, pensar y actuar. Su llamado no es solo confrontar las estructuras opresivas del imperio o de una religión autoritaria, sino encarnar y modelar un camino alternativo hacia la libertad, la justicia y la restauración.30 Esta visión está enraizada en la antigua profecía de Isaías: “El gobierno estará sobre sus hombros… y su Shalom no tendrá fin” (Isaías 9:6–7). La ekklesia, entonces, es el cuerpo viviente de Cristo a través del cual Dios extiende ese gobierno de Shalom.
La ekklesia no está llamada a imponer un régimen teocrático ni a controlar desde posiciones de poder, sino a ser una comunidad que, por su ejemplo de vida, testimonio y entrega, revela una nueva forma de ser, pensar y actuar.
El poder del testimonio encarnado: Transformación desde abajo
Es importante aclarar que esto no significa que los integrantes de la ekklesia deban rechazar ocupar posiciones de poder político para promover una visión más humana, ética y justa. No hay nada de malo en que creyentes, guiados por una vocación genuina, aspiren a servir en cargos públicos e influir en la legislación a nivel nacional, estatal o municipal. Sin embargo, también es importante notar que la ekklesia primitiva no desafió al Imperio Romano desde el senado, sino desde los hogares, los barrios y las calles. No transformó la cultura a través de decretos legislativos, sino formando discípulos que vivían una nueva forma de humanidad. Su poder no radicaba en su influencia política, sino en su testimonio encarnado: en su capacidad de vivir una vida distinta en medio de un mundo desgastado por la opresión, la violencia y la idolatría.
Los primeros discípulos comprendieron esta misión con claridad. Por eso, fundaron ekklesias misionales, proclamaron con valentía el Evangelio del Reino y, lo más importante, lo encarnaron con sus vidas. En ese proceso, las estructuras, valores y costumbres del Imperio fueron cuestionadas y confrontadas. Como narra el libro de Hechos, “voltearon el mundo de cabeza” (Hechos 17:6):
- Cuidaban de los pobres, los huérfanos y las viudas, rompiendo la indiferencia y el elitismo prevalecientes.
- Unían a judíos y gentiles, rompiendo barreras raciales y estableciendo una nueva forma de convivir.
- Negaban la supremacía absoluta del César al proclamar que “Jesús es el Señor,” un acto subversivo contra la ideología imperial.
- Practicaban la no violencia y el perdón, contracorriente de la cultura que justificaba la venganza y la imposición.
- Creaban redes de solidaridad que contrastaban con la jerarquía de patronazgo típica del sistema romano.
- No participaron en el ejercito romano, ya que su lealtad era con el Cristo Rey.31
Estas acciones desafiaban directamente el statu quo político, económico y social, primero del Sanedrín en Judea y luego del Imperio Romano. La persecución que sufrió la iglesia primitiva no se debió únicamente a razones “religiosas”; era, sobre todo, porque proponían una manera radicalmente distinta de organizar la vida. Al proclamar a Jesús como el único Salvador y Rey, contradecían la autoridad suprema del César y cuestionaban la estructura imperial. Esto generaba sospechas entre las autoridades, que veían en estas comunidades “subversivas”, una amenaza directa a su poder y control.32
La Ekklesia no existe para sí misma: Su responsabilidad pública y local
Lamentablemente, a lo largo de la historia, la ekklesia se ha desviado en ocasiones de su misión al aliarse con poderes políticos para imponer la fe, lo que ha llevado a abusos y a la instauración de teocracias y de un nacionalismo cristiano mal entendido.33 Sin embargo, en su mejor expresión, la iglesia ha sido una fuerza profundamente transformadora: ha fundado hospitales, cuidado de los marginados, defendido la justicia social, promovido la educación y contribuido a estados de derecho que mejoraron el acceso al bienestar y a la justicia para todos.34 Esta visión de una iglesia encarnada en la realidad social —que no evade las problemáticas de su tiempo, sino que las enfrenta con el amor y la verdad de Cristo— está en plena sintonía con la imagen de los “embajadores” a la que se refiere Pablo en 2 Corintios 5:20. Un embajador representa a su nación —en este caso, el Reino de Dios— y actúa en defensa de sus valores e intereses. Así también, la ekklesia no es un pueblo encerrado, sino una comunidad enviada. No es una oficina de bienes y servicios litúrgicos, sino una asamblea activa que representa, legisla y avanza los intereses del Reino en medio de la sociedad.
En conclusión, la ekklesia no existe para sí misma, sino para el mundo. De hecho, una iglesia que vive únicamente para sí misma y su propio crecimiento termina siendo un testimonio en contra del evangelio.35 Como dijo el teólogo y mártir alemán, Dietrich Bonhoeffer: “La Iglesia es Iglesia sólo cuando existe para los demás… no para dominar sino para servir.”36 En el plano local, significa que cada comunidad de discípulos está llamada a encarnar el Shalom de Dios precisamente allí donde habita, con un compromiso concreto hacia su entorno inmediato. Según el misiólogo y obispo anglicano, Lesslie Newbigin, “es de la esencia misma de la iglesia que existe para ese lugar, para esa sección del mundo de la que ha sido hecha responsable.”37 Esto implica sumergirse en la realidad de su barrio, colonia o municipio, discerniendo las necesidades y los desafíos, y respondiendo con la compasión y la justicia del Reino.
Un solo cuerpo para toda la ciudad: Unidad y colaboración para la transformación integral
Al mismo tiempo, esta vocación no se limita al ámbito congregacional. Como bien señala el historiador y teólogo belga-brasileño Eduardo Hoornaert, en la antigüedad cristiana no se hablaba de “las iglesias de Éfeso” o “las iglesias de Corinto”, sino de la iglesia de Éfeso/de los Efesios o de la iglesia de Corinto/de los Corintios. Es decir, aunque hubiera varias asambleas o comunidades, todas entendían que formaban parte de un solo cuerpo con una misión compartida para la ciudad entera.38 Hoy, ese espíritu de unidad y colaboración es igual o incluso más urgente. Ninguna congregación debería operar de forma aislada si realmente desea ver su ciudad transformada a la luz del Reino de Dios. La acción conjunta entre diversas ekklesias no solo fortalece el testimonio cristiano, sino que encarna una alternativa creíble de unidad y reconciliación frente a una sociedad marcada por la fragmentación. Al vivir de este modo, cada iglesia local no solo impacta su entorno inmediato, sino que, al tejer redes y colaborar con otras comunidades de fe, puede contribuir a transformar su ciudad en su conjunto, promoviendo el Shalom de Dios en todas las esferas de la vida pública y social. Como dijo el teólogo suizo, Karl Barth: “La primera congregación fue un grupo visible, que provocó un alboroto público visible. Si la Iglesia no tiene esta visibilidad, entonces no es la Iglesia.”39 De ello se desprende que la iglesia debe ser una manifestación visible de la existencia de Cristo; su fe no puede limitarse al ámbito personal e individual, sino que debe expresarse públicamente. Solo entonces, verdaderamente, las puertas del Hades no prevalecerán contra la ekklesia.
La Ekklesia: Una comunidad adoradora y en comunión con Dios

La adoración como fuente de identidad y misión
Los primeros cristianos no solo se entendían a sí mismos como una comunidad sanadora, discipuladora y transformadora, sino que sabían que su razón de ser nacía de una relación íntima y constante con Dios. Sin esa conexión con Dios en la adoración, la misión perdía su sentido y fuerza. Por ello, a lo largo de la historia del pueblo de Dios, la adoración ha ocupado un lugar central en la vida de quienes siguen a Jesús. No obstante, como ya se mencionó, en muchos contextos actuales tanto el concepto de “adoración” como el de “ekklesia” se han reducido lamentablemente a la experiencia dominical o a prácticas litúrgicas limitadas al ámbito eclesial.40 Sin embargo, al examinar las Escrituras y la vida de la ekklesia primitiva, descubrimos que la adoración era mucho más profunda: significaba la entrega total de la vida al Dios de Shalom, con el anhelo de reflejar su carácter y participar en su misión en el mundo. Como señaló la teóloga y escritora Marva Dawn, “no podemos responder a Dios como objeto de nuestra alabanza a menos que primero lo veamos, lo conozcamos y le permitamos ser Dios en nuestra vida.”41 Desde esa comunión con Dios, sostenían su vida comunitaria y eran impulsados a vivir plenamente comprometidos con la Missio Dei. Por eso, la adoración no era para ellos un simple ritual más, sino el corazón de su identidad y misión. A continuación, examinaremos más a fondo cómo la iglesia primitiva entendió y vivió su llamado como comunidad adoradora.
Todos adoramos algo: La adoración como una práctica humana universal
Es importante reconocer que la adoración es una práctica humana universal y constituye una parte esencial de lo que significa ser verdaderamente humano. Adorar significa, en esencia, reconocer el valor o la dignidad de alguien o algo; es proclamar que aquello que tenemos delante merece nuestra atención, entrega y alabanza. No se limita a rituales religiosos o reuniones en templos, sino que abarca la devoción, admiración y energía que dirigimos hacia aquello que consideramos verdaderamente valioso. Todos adoramos algo: el poder, la riqueza, el placer, la aceptación social, la seguridad personal, o el éxito personal. Aquello que ocupa el centro de nuestra vida inevitablemente moldea nuestro carácter y nuestras acciones. Como algunos han dicho: ¡Nos volvemos como aquello que adoramos! — ya sea para nuestra ruina o para nuestra restauración!42
Quienes centran su vida en el dinero tienden a volverse calculadores y transaccionales; quienes rinden culto a la belleza o al rendimiento caen fácilmente en la ansiedad y la inseguridad; quienes persiguen el poder con devoción pueden volverse crueles.43 Cuando adoramos una parte de la creación como si fuera el Creador, aunque podamos experimentar un breve “subidón”, esa sensación es ilusoria. Al igual que una droga alucinógena, puede dar la impresión de vitalidad, pero en realidad nos deshumaniza progresivamente. Ese es el precio de la idolatría.44 En cambio, dentro de la visión cristiana, la adoración encuentra a su destinatario legítimo: Dios. La adoración cristiana reorienta nuestro corazón hacia el Dios vivo, quien creó, sostiene y está renovando todas las cosas. Nos humaniza al reconectarnos con la fuente misma de la vida y restaurar en nosotros nuestra verdadera identidad como portadores de su imagen.
Por eso, la adoración nunca fue una práctica opcional para la ekklesia; es su fuente de identidad, vocación y transformación. Mientras que, desde la perspectiva del mundo, la adoración genuina parece “un desperdicio” —pues no produce ganancias económicas ni satisface ambiciones de poder—, es precisamente esa aparente “inutilidad” material la que revela su verdadero valor desde la óptica del Reino. Es un acto de entrega total, de reconocimiento de la soberanía de Dios y de comunión íntima con Él. Y es esa comunión, paradójicamente, la que se convierte en una fuerza transformadora. Nos libera de las lógicas utilitarias y egoístas del mundo, y nos enraíza en el amor, la verdad y la santidad de Dios.45 Por eso Jesús soñó con una comunidad que adorara al Padre “en espíritu y en verdad” (Juan 4:23–24): una comunidad cuya forma de vida reflejara una devoción profunda y auténtica; una comunidad conectada con la presencia de Dios, guiada por su misión y continuamente recordada de quién es Él, quiénes somos nosotros y a qué clase de Dios servimos.46
Presentarnos como sacrificios vivos: Una adoración integral y transformadora
Uno de los pasajes más reveladores sobre el tipo de adoración que vivía la iglesia primitiva es Romanos 12:1–2. En este texto, el apóstol Pablo exhorta a los creyentes a ofrecer sus cuerpos como “sacrificios vivos, santos y agradables a Dios”, lo cual describe como un acto de “adoración espiritual” (λατρεία – latreía), un término que implica un servicio constante y dedicado a Dios, más allá de un simple rito o ceremonia. En el contexto judío, el sacrificio se entendía principalmente como la presentación de ofrendas en el Templo. Sin embargo, Pablo redefine esta práctica de forma radical: ahora, es el creyente mismo —con toda su vida— quien se convierte en la ofrenda. La adoración ya no se reduce a un momento o lugar específico, sino que abarca cada aspecto de la existencia: el uso del tiempo, los recursos, los talentos, las relaciones y las decisiones cotidianas. Ser un “sacrificio vivo” significa vivir cada día con una orientación total hacia Dios y sus propósitos.
De hecho, los distintos términos bíblicos que describen la adoración refuerzan esta visión integral, mostrando que la adoración auténtica es tanto vertical como horizontal: una entrega total a Dios que se expresa en el servicio al prójimo, en la autodonación y en la rendición al señorío divino.47 No se trata simplemente de actos litúrgicos o momentos emocionales, sino de una vida que refleja el carácter de Cristo. Además, Pablo enfatiza que esta adoración conlleva una transformación profunda: “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente”. Adorar es permitir que la gracia de Dios reforme nuestros pensamientos, deseos y valores, alejándonos de los ídolos culturales que deforman nuestra humanidad. Esta transformación no es meramente teórica, sino práctica: se traduce en una nueva forma de vivir. Así, según la visión de Pablo, una ekklesia que adora de manera integral no se encierra en sí misma, sino que sale al mundo como una comunidad transformada, lista para sanar, servir y reflejar el amor de Dios en cada rincón de la sociedad.
Una ekklesia que adora de manera integral no se encierra en sí misma, sino que sale al mundo como una comunidad transformada, lista para sanar, servir y reflejar el amor de Dios en cada rincón de la sociedad.
El sacerdocio de todos: La adoración como vocación comunitaria
Si Romanos 12 resalta la dimensión personal de la adoración como entrega total a Dios, 1 Pedro 2:4–5 pone el acento en su dimensión comunitaria, ubicando la adoración en el centro mismo de la identidad y vocación de la ekklesia. En este pasaje, Pedro retoma y profundiza el llamado original que Dios hizo a Israel en Éxodo 19:4–6: “Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. Esa antigua vocación, dada en el contexto del éxodo y la formación del pueblo en el desierto, era una invitación no al privilegio, sino al servicio: ser mediadores de la presencia de Dios para el mundo, hablar en su nombre y representarle a Él ante la humanidad. Pedro, escribiendo siglos después, afirma que esta misión sigue vigente y encuentra su cumplimiento en la comunidad de los discípulos de Jesús. Al unirse a Cristo —la “Piedra viva” rechazada por los hombres pero escogida por Dios— los creyentes también se convierten en “piedras vivas”, edificadas como una casa espiritual y constituidas como un “sacerdocio santo”, llamado a ofrecer “sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5).
Esta imagen poderosa nos recuerda que la ekklesia no es simplemente una institución religiosa ni un edificio físico, sino una comunidad viva, edificada sobre Cristo y habitada por la presencia de Dios. Cada creyente, como “piedra viva”, tiene un lugar esencial en esta construcción espiritual. Con sus dones y su vida, cada persona aporta a la obra común que glorifica a Dios y bendice al mundo. La adoración es, en ese sentido, vocación de todo el pueblo de Dios: un sacerdocio colectivo llamado a interceder por el mundo, reflejar el carácter de Cristo y testimoniar su Reino.48 La liturgia —del griego leitourgía, que literalmente significa “obra del pueblo”— expresa esta realidad. No es un conjunto de rituales religiosos dirigidos por ministros especialistas, sino la participación activa de toda la comunidad en la Missio Dei.49 Como lo expresa Pedro en 1 Pedro 2:9: “Ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anuncien las virtudes de Aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable.”50
Esta vocación sacerdotal y misionera de todo creyente encuentra un eco profundo en la célebre afirmación del Catecismo Menor de Westminster (1647): “El fin principal del ser humano es glorificar a Dios y disfrutar de Él para siempre.”51 La adoración, entonces, es el propósito mismo de nuestra existencia: vivir para la gloria de Dios y gozar de su presencia en cada aspecto de la vida. Pero ¿qué significa exactamente glorificar a Dios? Ireneo de Lyon, uno de los padres de la Iglesia del siglo II, lo expresó de manera profunda al decir: “La gloria de Dios es el ser humano plenamente vivo” (Gloria Dei est vivens homo).52 Es decir, Dios es glorificado cuando los seres humanos viven en plenitud, conforme a su propósito. Entendida de esta manera, la adoración no es apartarse del mundo, sino vivida a través del servicio y el testimonio cotidiano. Cada acto que refleja el amor, la verdad y la justicia de Dios, y que promueve la plenitud y dignidad de otras personas, se convierte en un acto de alabanza.53 Así lo afirma Isaías 58:6–9, donde se declara que la adoración auténtica se manifiesta en el servicio concreto al prójimo: liberar al oprimido, compartir el pan con el hambriento, vestir al desnudo… para que también ellos puedan vivir en plenitud.54
La gloria de Dios es el ser humano plenamente vivo.
– Ireneo de Lyon

El corazón de la adoración: Intimidad, comunidad y misión
Tanto Romanos 12 como 1 Pedro 2, junto con el testimonio más amplio de las Escrituras, destacan que la adoración no es una actividad secundaria, sino el latido del corazón de la ekklesia. Así como el cuerpo humano depende de la sangre para vivir, la ekklesia depende de la adoración para mantenerse centrada en Dios y cumplir su vocación sanadora, discipuladora y transformadora. Adorar reafirma nuestra identidad como criaturas profundamente amadas por Dios.55 Nos moldea a su imagen, alejándonos de los ídolos que nos deshumanizan; alimenta la esperanza, fortaleciendo nuestro compromiso con la justicia del Reino; y nos transforma en agentes de reconciliación que trabajan por avanzar el Shalom de Dios en el mundo.56
En su adoración a Dios, los primeros cristianos encontraban esperanza y renovaban su expectativa en la venida plena del Reino, cuya presencia ya comenzaban a experimentar en su vida comunitaria estrecha y solidaria. Esa dimensión horizontal de la ekklesia se ve incluso reflejado en su koinonía, donde no solo glorificaban a Dios, sino que también se edificaban mutuamente a través de dones, salmos y cantos espirituales (Efesios 5:19). Cada miembro era parte activa del cuerpo, y la adoración no se limitaba a la transformación personal, sino también de contribuir con sus dones al crecimiento y edificación de los demás. En este sentido, la ekklesia compartía no solo la oración, la alabanza y los momentos de culto, sino también la mesa y la vida cotidiana, que eran vividos como una adoración continua en reconocimiento de la presencia activa y constante del Señor en sus hogares y ciudades. Su adoración no era un escape semanal, sino el centro desde el cual recibían significado, fuerza e incluso protección para vivir su misión en la tierra.
La adoración: Fuente de esperanza en un mundo cínico
Comprendieron que, en un mundo cruel —marcado por luchas de poder, pobreza persistente, injusticia estructural y profundo sufrimiento humano— quienes buscan servir la agenda del Reino enfrentan constantemente el riesgo del agotamiento espiritual, el desaliento y el cinismo. La exposición diaria al dolor y a la injustica puede desgastar la fe, transformando incluso a los más apasionados agentes de cambio en profetas amargados o incrédulos resignados, en cuyos ojos la luz se ha apagado.57 Ante esta realidad, la adoración se convierte en un baluarte para el alma. Al exaltar la bondad de Dios, proclamar sus promesas y cantar juntos en comunidad, la ekklesia reafirma que el mal no tiene la última palabra. La adoración renueva nuestra mente con la verdad del Reino: que Jesús ha vencido al mal mediante su muerte en la cruz y resurrección, que el Dios que nos envía también camina a nuestro lado, y que lo imposible es posible con Él.58 Estas prácticas —orar, cantar, agradecer— no son formas de evasión, sino actos profundamente subversivos que nos arraigan en la esperanza, nos protegen del cinismo y nos impiden sucumbir al mismo mal que buscamos enfrentar. Además, nos unen como comunidad en medio del combate. Como ocurrió en muchas luchas de liberación alrededor del mundo, el canto en la adoración cristiana no solo anima, sino que fortalece, une e impulsa. La adoración protege nuestra vida interior de los susurros del enemigo que intentan sembrar desesperanza, y nos recuerda que nuestra principal responsabilidad no es solo resistir, sino proclamar con nuestra vida y adoración que la luz prevalece sobre la oscuridad.59
De hecho, la historia bíblica culmina con una escena de adoración cósmica. En Apocalipsis 4, Juan contempla el trono de Dios rodeado de criaturas vivientes, ancianos y ángeles que proclaman: “¡Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, la honra y el poder!” Este coro celestial nos recuerda que toda expresión de adoración en la tierra —ya sea grande o pequeña, pública o íntima— forma parte de la liturgia universal que reconoce a Dios como Rey de reyes y Señor de señores. Así, cuando la ekklesia adora, se une a esa alabanza eterna y anticipa la renovación de todas las cosas: el día en que “la tierra será llena del conocimiento de la gloria del Señor” (Habacuc 2:14).
La ekklesia compartía no solo la oración, la alabanza y los momentos de culto, sino también la mesa y la vida cotidiana, que eran vividos como una adoración continua en reconocimiento de la presencia activa y constante del Señor en sus hogares y ciudades.
Abrazar la plenitud de la adoración: Una vida para la gloria de Dios
Al unir estas ideas, se vislumbra que la adoración cristiana es holística y dinámica. No se limita a ciertos días ni a estilos musicales específicos; consiste en ofrecer nuestra vida entera a los propósitos de Dios. Esta adoración es:
- Personal: implica entrega, confianza y alabanza íntima.
- Comunitaria: se expresa con mayor plenitud cuando la ekklesia entera se une en oración, canto y servicio mutuo.
- Transformadora: nos moldea a la imagen de Cristo y libera nuestro potencial para el bien.
- Misional: no se queda en las reuniones, sino que nos impulsa a encarnar el Shalom de Dios en el mundo.
- Multiforme: se manifiesta en la música, el arte, la generosidad, el servicio, la proclamación y la obediencia diaria.
Por encima de todo, la adoración nos recuerda que, en un mundo lleno de poderes rivales y reclamos de lealtad, Jesucristo es el verdadero Rey. Es un acto profundamente político, cultural y espiritual que confronta todo ídolo y afirma la soberanía del Reino de Dios por encima de cualquier otro gobierno, sistema o ideología. Además, la adoración nos conduce hacia una forma de vida integral. Al adorar, dejamos de vivir como si todo dependiera de nuestras fuerzas, y celebramos que, en manos del Creador, podemos crecer en amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio (Gálatas 5:22–23). Es decir, nos volvemos verdaderamente humanos, reflejando la imagen de Cristo y manifestando anticipadamente la nueva creación que Dios está gestando en nosotros. Este encuentro con Dios en la adoración también nos reorienta hacia el mundo con los ojos y el corazón de Cristo. Al contemplar el amor del Padre, somos transformados por el Espíritu para llevar ese mismo amor a nuestro prójimo y anunciar las buenas nuevas del Reino.
Todo esto se traduce en una identidad profundamente sanadora, discipuladora y transformadora, donde la misión fluye de manera orgánica desde una vida de adoración. Como afirma el Catecismo Menor de Westminster, “la finalidad principal del ser humano es glorificar a Dios y disfrutar de Él para siempre”. Pero esta adoración genuina no se limita a la dimensión vertical: forma hombres y mujeres que se convierten en “vecinos verdaderos”, reflejos vivos de la compasión divina, y parte de una asamblea de discípulos que buscan el Shalom de su ciudad. Así, cuando la ekklesia responde a su llamado a adorar y vivir en comunión con Dios, también se convierte en luz y sal en medio de un mundo herido, necesitado de reconciliación y esperanza. En esta coherencia entre adoración y misión reside la belleza y la fuerza de la ekklesia que Jesús soñó.
Parte 3: Volver a ser la Ekklesia que Jesús soñó

Frente a los grandes retos que enfrenta América Latina —la violencia estructural, la fragmentación social, la desigualdad económica, la migración forzada, la corrupción sistémica y la desilusión espiritual de las nuevas generaciones— la iglesia no puede permanecer indiferente, ni tampoco responder con fórmulas religiosas desgastadas, discursos descontextualizados o estructuras eclesiásticas centradas en su propia autopreservación. El momento actual exige algo más profundo: un retorno radical a la identidad y misión que Jesús soñó para su ekklesia. No necesitamos más templos ni más eventos, sino comunidades vivas que sean señales visibles del Reino de Dios en medio de un continente herido y hambriento de esperanza. Cuando la iglesia se resigna ante la injusticia, la pobreza o la violencia, traiciona su vocación y se aleja del Evangelio del Reino. Pero cuando abraza su llamado con amor y dependencia del Espíritu, se convierte en una señal profética de esperanza en medio del caos. Esa es la ekklesia que América Latina necesita hoy.
Una iglesia viva para un continente herido
Este retorno exige un arrepentimiento colectivo por haber reducido la iglesia a un espacio litúrgico desconectado del sufrimiento humano y de las luchas concretas de su contexto urbano. Supone una reorientación decidida hacia una visión bíblica, integral y misional de la ekklesia. Si bien la kuriakē —centrada en la adoración, la proclamación y la comunión— constituye una dimensión esencial de la vida cristiana, no agota la identidad ni la vocación de la iglesia. La ekklesia que Jesús anunció es mucho más que la kuriakē; no solo es un lugar de reunión para adorar a Dios y edificar a los fieles; es una comunidad viva de ciudadanos del Reino, convocada para ser “sal de la tierra” y “luz del mundo” (Mateo 5:13–14). Esto implica dejar atrás paradigmas obsoletos y abrazar la convicción de que la iglesia no es un edificio ni un evento, sino el pueblo de Dios —llamado, formado y enviado— para encarnar el Evangelio del Reino en cada rincón de la sociedad. Significa reconocer que la gloria de Dios no se revela en nuestras estructuras monumentales ni en nuestras agendas religiosas, sino en comunidades que aman con hechos, que viven el evangelio con integridad y que se atreven a ir donde nadie más va, llevando luz, sanidad y justicia.
En este momento de la historia, América Latina necesita urgentemente una ekklesia que se levante como una comunidad restauradora, discipuladora, transformadora y adoradora. Una comunidad que no huya del mundo, sino que entre en sus heridas con compasión. Una comunidad que no se conforme con multiplicar creyentes, sino que forme discípulos capaces de vivir como Jesús en el hogar, el trabajo, la política, la academia, el mercado, la cultura y la economía.60 Una comunidad que confronte la idolatría del poder, del dinero y del espectáculo religioso con el testimonio humilde y poderoso de una vida rendida a Cristo. Una comunidad que participa activamente en la Missio Dei, no viviendo para sí misma, sino que asuma su vocación pública y local, siendo el alma de sus ciudades, el rostro visible del Reino, y la esperanza encarnada para quienes ya no creen en las palabras.61
La gloria de Dios no se revela en nuestras estructuras monumentales ni en nuestras agendas religiosas, sino en comunidades que aman con hechos, que viven el evangelio con integridad y que se atreven a ir donde nadie más va, llevando luz, sanidad y justicia.
Liderazgo renovado y teología encarnada
Este llamado requiere líderes renovados. No líderes carismáticos enfocados en construir su propia plataforma, sino hombres y mujeres formados en carácter, humildes y valientes, dispuestos a morir a sus propias agendas para servir a su generación. Líderes que vivan lo que predican, que ejerzan su influencia desde la vulnerabilidad, que escuchen el clamor de su pueblo y sean capaces de discernir sus heridas para responder con sabiduría, compasión y valentía. Líderes que inviten a otros a caminar hacia el Reino con pasos concretos de fe, justicia y reconciliación. Líderes que formen a otros no desde el control ni el prestigio, sino desde el servicio y la entrega, con una pedagogía encarnada que forme discípulos, no consumidores.
También requiere una nueva imaginación teológica. Necesitamos salir de los dualismos y recuperar una teología del Reino que vea la salvación no solo como escape del infierno, sino como restauración del cosmos; que entienda la misión no como expansión institucional, sino como participación en la redención del mundo; que afirme que Dios no solo quiere “ganar almas”, sino transformar culturas, sanar relaciones, regenerar economías, liberar cautivos, y restaurar la dignidad humana en cada esfera de la existencia. Esta teología debe ser encarnada, contextualizada y profética: profundamente bíblica, apasionadamente misional y socialmente relevante. Debe priorizar tanto el Gran Mandamiento como la Gran Comisión.
América Latina también necesita una ekklesia profundamente conectada con las nuevas generaciones. Jóvenes que no se conforman con un cristianismo superficial ni con la repetición de fórmulas religiosas sin sentido. Jóvenes que buscan autenticidad, justicia, comunidad y propósito. Jóvenes que anhelan pertenecer a algo más grande que ellos mismos, pero que no están dispuestos a someterse a estructuras rígidas, autoritarias o incoherentes. Estos jóvenes no rechazan la fe, sino las distorsiones del evangelio que han conocido. Necesitan ser discipulados, sí, pero también necesitan espacios donde puedan contribuir, cuestionar, crear, liderar y soñar con una iglesia diferente: una iglesia que se parezca a Jesús.
En este sentido, el futuro de la iglesia en América Latina no se jugará en los templos, sino en las calles. No se definirá por la cantidad de asistentes, sino por el impacto en la comunidad. No será medido por el tamaño de las estructuras, sino por la calidad del discipulado. La iglesia que florecerá será la que se atreva a salir, a arriesgar, a acompañar, a sanar, a denunciar, a restaurar. Será la iglesia que camine al ritmo del Espíritu, que escuche el clamor de su ciudad, que viva como un cuerpo unido y que adore a Dios con su vida entera.
Por todo esto, es tiempo de volver a ser la ekklesia que Jesús soñó. No una institución autosuficiente, sino una comunidad enviada. No un club espiritual, sino un cuerpo vivo. No un espectáculo dominical, sino una familia restauradora. No una jerarquía religiosa, sino un pueblo sacerdotal. No una fortaleza cerrada, sino una embajada del Reino. No una iglesia de evento, sino una iglesia en movimiento. Una iglesia que no busca ser relevante para el mundo, sino fiel al Reino. Una iglesia que no solo hable del evangelio, sino que lo encarne, lo viva y lo extienda con poder, compasión y verdad.
El tiempo de salir: Una iglesia en movimiento
No cabe duda, proclamar un nuevo Reino en medio de reinos ya establecidos y abrazar una cosmovisión que desafía los sistemas dominantes —incluso los religiosos y denominacionales— con el propósito de transformar ciudades y naciones, no es tarea sencilla. Implica sacrificios: salir de la zona de confort, enfrentar oposición y pagar un precio. Por eso, cuando los discípulos se quedaron mirando al cielo tras la ascensión de Jesús, los ángeles les dijeron: “Hombres de Galilea —les dijeron—, ¿por qué están allí, parados, mirando al cielo? Jesús fue tomado de entre ustedes y llevado al cielo, pero un día volverá del cielo de la misma manera en que lo vieron irse”.(Hechos 1:10-11). El mensaje era contundente: “No se queden inmóviles. No esperen que la solución caiga del cielo. ¡Hay una misión que cumplir!”
¿Nos atrevemos a imaginar, orar, vivir y edificar una ekklesia que haga temblar las puertas del Hades y que encarne el Reino de Dios en nuestra generación?
Esa misma exhortación resuena hoy con fuerza: “¿Creen que mi misión es imposible en sus ciudades y naciones frágiles? No sigan esperando. Salgan. Involúcrense. Discipulen. Transformen. Vayan con mi autoridad, porque mi yugo es fácil y mi carga es ligera. Y recuerden: estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 11:30; Mateo 28:20). Como dijo Karl Barth —y tantos otros después de él—, la Missio Dei es la iniciativa de Dios para redimir el universo caído. Nosotros somos invitados a formar parte de esa historia. Es cierto, la primera venida de Jesús no resolvió todos los problemas del mundo. Pero nos reveló una visión del Reino destinada a romper el hechizo de las falsas promesas terrenales. Aunque solo en su regreso el Reino se manifestará en plenitud, hoy seguimos llamados a anticiparlo: a trabajar por un futuro nuevo, tomando como referencia el Shalom de Dios revelado en Jesús. En esta misión, Cristo nos llama a confiar sin temor y a entregarnos por completo a su causa. No limitemos el alcance de su Reino ni subestimemos el poder de su llamado. Él abrirá caminos, multiplicará lo que tenemos en las manos y transformará vidas —incluyendo la nuestra.
Que esta visión no sea simplemente una inspiración teórica, sino una invitación concreta al cambio. Que cada pastor, cada líder, cada comunidad, cada discípulo que lea estas palabras pueda preguntarse: ¿Qué tipo de iglesia estamos siendo? ¿Qué tipo de discipulado estamos formando? ¿Qué tipo de evangelio estamos encarnando? ¿Nos atrevemos a imaginar, orar, vivir y edificar una ekklesia que haga temblar las puertas del Hades y que encarne el Reino de Dios en nuestra generación? El camino no será fácil. Pero la promesa sigue vigente: “Yo edificaré mi ekklesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18). Él sigue edificando. Que nosotros tengamos el valor de unirnos a esa obra.
Notas al pie
- Bill Hybels, Kevin Harney, y Sherry Harney, Colossians: Discover the New You (Grand Rapids, MI: HarperCollins, 2009), 15. ↩︎
- Bill Hybels, Courageous Leadership (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2002), 23. ↩︎
- J. R. Woodward, The Church as Movement: Starting and Sustaining Missional-Incarnational Communities (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2016), 159 ↩︎
- En su uso original en griego, la palabra griega ekklesia proviene de ek (ἐκ), que significa “fuera de”, y kaleō (καλέω), que significa “llamar”; de ahí que se traduzca literalmente como “los que han sido llamados fuera”. Sin embargo, esta definición debe entenderse dentro de su contexto histórico y cultural. En las ciudades-estado griegas, la ekklesia era la asamblea cívica de ciudadanos convocados por un heraldo a salir de sus casas privadas para reunirse en un espacio público donde se deliberaban asuntos importantes de la ciudad. Era un llamado a participar activamente en la vida pública, no a separarse de ella. Cuando el Nuevo Testamento adopta este término para designar a la comunidad de discípulos de Jesús, lo hace con ese trasfondo cívico y comunitario, pero ahora enriquecido por su significado en el Antiguo Testamento, donde ekklesia traduce el hebreo qahal—la asamblea del pueblo de Dios reunida para adorar, escuchar su Palabra, renovar el pacto y abrazar su llamado como pueblo de sacerdotes y luz para las naciones. Así, la ekklesia cristiana no es una comunidad que se aísla del mundo, sino un pueblo convocado públicamente para discernir, actuar y encarnar el Reino de Dios en medio de la sociedad. Algunas interpretaciones cristianas —especialmente de carácter pietista o sectario— han espiritualizado el término ekklesia, entendiendo que significa ser “llamados fuera del mundo”, en el sentido de alejamiento o separación. Sin embargo, esta es una interpretación teológica posterior que no se corresponde con el uso histórico ni bíblico del término. La iglesia del Nuevo Testamento estaba en el mundo, aunque no era del mundo, pero nunca fue concebida como fuera del mundo. Era una comunidad pública y visible, un testimonio encarnado del Reino de Dios; una asamblea del Reino, no retirada del mundo, sino enviada al mundo. (Thayer, J. H. 1968. A Greek-English Lexicon of the New Testament. Edinburgh, Scotland: T. & T. Clark., 195-196). ↩︎
- J. C. Lambert, “Church,” in International Standard Bible Encyclopedia, vol. 1, ed. James Orr (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1929), 651 ↩︎
- Theological Dictionary of the New Testament, vol. 3, s.v. “ἐκκλησία,” 501–508; ver también The Anchor Yale Bible Dictionary, s.v. “Church.” ↩︎
- Diarmaid MacCulloch, Christianity (New York: Penguin Publishing Group, 2011), 28-29, Kindle edition.
Solo alrededor de una quinta parte de los habitantes adultos de la Atenas clásica democrática podrían ser descritos como ciudadanos activos: aquellos que se consideraron los mejores para representar a la comunidad de la polis (ciudad). Además, solo los ciudadanos varones mayores de treinta años tenían tanto voz como voto en la formulación de políticas durante las reuniones de ekklesia. Sin embargo, a pesar de todos estos limitantes, un gran número de personas comunes que no fueron privilegiadas por nacimiento o favor divino fueron hecho responsables de su propio futuro y el futuro de su comunidad y ciudad. ↩︎ - Es importante subrayar que la integración de las ciudades al sistema imperial romano no fue uniforme ni implicó un control absoluto y monolítico. Las relaciones entre Roma y cada ciudad se estructuraban mediante pactos, estatutos municipales y acuerdos particulares que, en última instancia, buscaban asegurar la lealtad y la contribución efectiva de cada polis al Imperio. Como resultado, existieron diversos modelos de gobierno local: en algunas ciudades, la ekklesia conservó un papel relevante en la vida pública, mientras que en otras fue gradualmente subordinada o incluso relegada a funciones meramente simbólicas, siempre bajo la supervisión de la autoridad imperial. Así se consolidó un modelo mixto: las ciudades mantenían una apariencia de autogobierno, pero estaban subordinadas al ius romanum (derecho romano) y a una estructura centralizada de control imperial. ↩︎
- Las versiones griega y romana de la ekklesia se manifestaron en diversas formas y tamaños. Sin embargo, hay un formato particularmente notable: el Conventus Civium Romanorum, o simplemente conventus. Según el historiador Sir William Ramsay, cuando un grupo de ciudadanos romanos —tan pequeño como dos o tres personas— se reunía en cualquier parte del mundo, constituían un conventus como expresión local del poder de Roma. Aunque estuvieran geográficamente separados de la capital del imperio y del emperador, su reunión como conciudadanos traía consigo, de forma automática, la presencia y autoridad de Roma. En esencia, era una ekklesia romana en miniatura. Esto es especialmente relevante para nuestra reflexión porque, en Mateo 18, después de describir la autoridad conferida a sus representantes —la ekklesia— para atar y desatar conforme a la voluntad de Dios en la tierra, Jesús afirma que esto es posible “porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Precisamente eso era lo que representaba el conventus para el emperador romano. ↩︎
- El gobierno romano solía incorporar las estructuras cívicas griegas existentes—como la ekklesía—y adaptarlas para cumplir con objetivos imperiales, tales como la recaudación de impuestos, el reclutamiento militar, las obras públicas y la asimilación cultural. Así lo explica Gerhard Kittel: “Con la subyugación de los estados helénicos por Roma, el término ἐκκλησία no desapareció por completo. Más bien, se adaptó a nuevos contextos de gobernanza municipal… [L]a asamblea local podía seguir llamándose ἐκκλησία, aunque ahora operaba bajo la autoridad romana y, a menudo, debía ratificar o implementar decretos alineados con las normas imperiales.” (Theological Dictionary of the New Testament, vol. 3, pp. 504–505). De manera similar, The Anchor Yale Bible Dictionary señala: “En el mundo grecorromano, ἐκκλησία se refería principalmente a la asamblea de ciudadanos plenos dentro de una ciudad-estado (polis). Para la época del Imperio Romano, las asambleas locales seguían reuniéndose, aunque su autonomía se había reducido considerablemente… A medida que la vida municipal se integró en la estructura imperial, la asamblea pasó a funcionar, en la práctica, como un foro administrativo local, subordinado a magistrados o procónsules romanos. Por lo tanto, el término [ekklesia] llegó a denotar tanto la participación cívica como la sanción oficial.” (vol. 2 [1992], pp. 403–406). Por su parte, A. N. Sherwin-White observa: “A menudo, la asamblea cívica existente era reconocida por los romanos, quienes superponían sobre ella una jerarquía de funcionarios imperiales… La comunidad ciudadana local continuaba reuniéndose, pero ahora con la tarea de implementar los edictos romanos o asuntos locales que se ajustaran a los intereses imperiales.”(Roman Citizenship [Oxford: Clarendon, 1973], caps. 4–5). ↩︎
- Encyclopaedia Britannica, s.v. “Ecclesia (ancient Greek assembly),” accessed March 7, 2025, https://www.britannica.com/topic/Ecclesia-ancient-Greek-assembly. ↩︎
- Aunque el concepto de ekklesia, tal como lo usa Jesús y lo desarrolla la iglesia primitiva, transciende el mundo judío, está profundamente enraizado en la idea del Antiguo Testamento del qahal —la asamblea o el pueblo congregado de Dios. Desde la perspectiva del teólogo y biblista francés Lucien Legrand, “el llamado de Dios culmina en la formación de un pueblo. No se trata solo de un llamado al servicio del Dios verdadero, sino de una invitación a integrar a los seres humanos en el pueblo de ese Dios”. (Lucien Legrand, Unity and Plurality: Mission in the Bible, New York: Orbis Books, Maryknoll, 1990, 31). Esta visión encuentra eco en las célebres palabras del filósofo francés, Blaise Pascal: “¡No el Dios de los filósofos y eruditos, sino el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob! No un Dios de una verdad que puede ser ‘aprendida’ o alcanzada en aislamiento, sino un Dios vinculado a una familia humana y al que solo se puede encontrar dentro de esa familia.”
El objetivo de la misión de Israel, entonces, es crear una comunidad: suscitar no solo una fe individual, sino una fe compartida. Lejos de ser una innovación radical, la ekklesia como Jesús la concibió, entonces, es la continuación orgánica de una larga historia en la que Dios llama, forma y envía a un pueblo para vivir bajo su reinado y cumplir sus propósitos en el mundo. En la Septuaginta (LXX) —la antigua traducción griega de las Escrituras Hebreas—, la palabra ekklesia es la traducción más común del término hebreo qahal (קָהָל). Este término, que aparece repetidamente en el Antiguo Testamento, designa a la comunidad de Israel reunida ante Dios, ya sea para el culto, la renovación del pacto, el juicio o la toma de decisiones (por ejemplo, Deut. 9:10; Jueces 20:2; 1 Reyes 12:3). El qahal de YHWH era una expresión visible de la relación de pacto entre Dios y su pueblo, y su propósito siempre estuvo ligado a la misión: vivir como un pueblo santo para bendición de las naciones.
Jesús, formado en esta tradición, no inventó la idea de un pueblo reunido bajo el señorío de Dios. Más bien, como señaló Joachim Jeremias, “el único sentido de toda la actividad de Jesús es la reunión del pueblo escatológico de Dios” (Gerhard Lohfink, Jesus and Community, Fortress Press, 1984, 26). El uso que Jesús hace del término ekklesia (Mateo 16:18) no representa una ruptura con el Antiguo Testamento, sino su cumplimiento. Al elegir esta palabra, Jesús señala una continuidad en el llamado: el Reino de Dios requiere un pueblo, una comunidad concreta formada por su reinado y portadora de su Shalom. Esta ekklesia —la comunidad mesiánica que Jesús llamó a la existencia— se construye sobre los cimientos del qahal. Así como el qahal fue establecido como señal para las naciones, la ekklesia es el testimonio viviente de la llegada del Reino de Dios. En Hechos 7:38, Esteban se refiere al pueblo de Israel en el desierto como “la ekklesia en el desierto”, vinculando explícitamente a la iglesia del Nuevo Testamento con la asamblea del Antiguo. Los primeros creyentes no se entendían a sí mismos como una nueva religión, sino como el remanente fiel del antiguo pueblo de Dios, ahora reunido en torno al Mesías crucificado y resucitado. Por tanto, el llamado a seguir a Jesús nunca fue un acto meramente individual o espiritual; fue un llamado a la comunidad, a la misión y al testimonio visible.
La ekklesia es la señal de que el reinado de Dios ha irrumpido en el mundo, superando divisiones étnicas, sociales y de género. Es, y sigue siendo, la encarnación viviente del Shalom—la paz, justicia y restauración integrales de Dios. Como proclamaron los profetas (por ejemplo, Jeremías 29), el qahal fue llamado a buscar el shalom de la ciudad. Este mismo mandato continúa con la ekklesia. Ya sea reunida en casas, bajo persecución o insertada en contextos urbanos complejos, la iglesia está llamada no al aislamiento, sino a una presencia encarnada. No se trata simplemente de una reunión espiritual, sino de un pueblo definido por el Reino, que existe para el bien de los demás.
En la visión de Jesús, la iglesia no es una institución estática ni una asociación voluntaria de personas piadosas. Es el pueblo escatológico de Dios, formado por la gracia, unido por el amor y enviado en misión. El reinado de Dios no es un ideal abstracto, sino una realidad visible en esta comunidad de discípulos que dan testimonio de una nueva forma de ser humano—marcada por la compasión, la reconciliación y el servicio sacrificial. Así, la ekklesia fluye naturalmente del qahal. La iglesia no es una ruptura con el pasado, sino la continuación y el cumplimiento del plan eterno de Dios: habitar en medio de un pueblo que refleje su carácter y proclame su Reino. Al reunir Jesús a una nueva familia en torno a sí, no descartó la vocación de Israel, sino que la renovó y la abrió a todos los que respondieran al llamado del Mesías. Y así continúa la historia: del qahal a la ekklesia, del Sinaí a Pentecostés, de Jerusalén hasta los confines de la tierra. Un solo pueblo. Una sola misión. Un solo Reino. ↩︎ - John H. Walton, The Lost World of Genesis One: Ancient Cosmology and the Origins Debate (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2009), 29–50 ↩︎
- Ed Silvoso, Ekklesia: Rediscovering God’s Instrument for Global Transformation (Shippensburg, PA: Destiny Image Publishers, 2017), 23 ↩︎
- Paul J. Achtemeier (ed.), The Anchor Yale Bible Dictionary, vol. 2 (New York: Doubleday, 1992), pp. 403–406, artículo “Ekklesia.” ↩︎
- Brandon Scott, “Should ‘Ekklēsia’ Really Be Translated as ‘Church’ in the Bible?” Early Christian Texts, March 16, 2022, https://earlychristiantexts.com/should-ekklesia-really-be-translated-as-church/. ↩︎
- Adolf Deissmann, Light from the Ancient East (New York: George Doran Co., 1927), 112. ↩︎
- Un estudio más profundo también nos lleva a considerar tres dimensiones fundamentales de la ekklesia según los escritos de Pablo:
A) La Iglesia Universal: El término ekklesia se utiliza para describir al cuerpo de Cristo en su totalidad a nivel mundial, sobre el cual el Señor actúa como cabeza. (Mateo 16:18; Efesios 1:22–23; 3:10–11; 1 Timoteo 3:15).
B) La Iglesia Geográfica: Ekklesia también se emplea en un sentido territorial, para referirse a todos los creyentes en una ciudad, pueblo o región específica. (Hechos 9:31; 1 Corintios 1:2; Gálatas 1:1–2; Apocalipsis 1:11).
C) La Iglesia Comunitaria: Finalmente, la palabra ekklesia se usa para designar a un grupo concreto de creyentes que viven una vida compartida en comunidad y que se congregan para la adoración. (Romanos 16:5; 1 Corintios 14:34–35; Colosenses 4:15; 1 Timoteo 3:15).
Estas tres dimensiones nos muestran que tanto los creyentes locales como la comunidad de fe en su conjunto están llamados a avanzar el Reino de Dios en sus esferas de influencia, demostrando su amor a Dios y entre ellos, y reflejando ese amor al mundo. (1 Timoteo 3:15; cf. Colosenses 2:2–3). ↩︎ - Gerhard Lohfink afirma esta idea en Jesús y comunidad (Fortress Press, 1984, pp. 50–52): “La idea de la iglesia como sociedad en contraste no implica una contradicción con el resto de la sociedad solo por llevar la contraria. Mucho menos significa despreciar a la sociedad por un pensamiento elitista. Lo que se quiere decir es que la iglesia existe en contraste por el bien de los demás y en favor de los demás —una función de contraste que se expresa de forma insuperable en las imágenes de ‘sal de la tierra’, ‘luz del mundo’ y ‘ciudad en lo alto de un monte’… Precisamente porque la iglesia no existe para sí misma, sino completamente y exclusivamente para el mundo, es necesario que no se diluya en el mundo, que conserve su propio rostro.”. ↩︎
- MacCulloch, Christianity, 26. ↩︎
- Carl C. Beck, “Partakers of Glory: The Idea of Koinonia in the New Testament”, Th.M. diss., Eastern Baptist Theological Seminary, 1962, 68 ↩︎
- Lesslie Newbigin, The Open Secret, Revised Edition, Grand Rapids: Eerdmans Publishing Co., 1995, 128. ↩︎
- Rodney Stark, The Rise of Christianity: How the Obscure, Marginal Jesus Movement Became the Dominant Religious Force in the Western World in a Few Centuries. San Francisco: HarperSanFrancisco, 1996, 161. ↩︎
- Epistle to Diognetus, in Early Christian Fathers, ed. y trad. Cyril C. Richardson (Philadelphia: The Westminster Press, 1953), chap. 6, sec. 1. ↩︎
- Desde sus primeros días, el cristianismo fue reconocido como un movimiento profundamente compasivo, caracterizado por su cuidado hacia los más necesitados. Esta identidad estaba arraigada en los evangelios y en las cartas de Juan, Santiago y Pablo, que a su vez se fundamentaban en las Escrituras hebreas, las cuales revelan el amor imparcial de Dios por la viuda, el extranjero y el marginado. La ekklesia primitiva entendía que su misión era ser una comunidad generadora de Shalom. Un claro ejemplo de cómo los cristianos vivían esta vocación se encuentra en la carta del gobernador Plinio el Joven al emperador Trajano en el año 112 d.C. Allí describe a los cristianos como personas que, aunque acusadas por su fe, llevaban una vida moralmente intachable: “Ellos afirmaban, sin embargo, que la suma y sustancia de su culpa o error consistía en que solían reunirse en un día fijo antes del amanecer para cantar responsivamente un himno a Cristo como a un dios, y comprometerse mediante un juramento a no cometer fraude, robo ni adulterio, a no faltar a su palabra ni negar la devolución de lo que se les confiaba.” (Letters 10.96–97). Tertuliano de Cartago, uno de los primeros padres de la Iglesia, también testimonió sobre esta reputación en su obra Apología: “Son principalmente las obras de un amor tan noble las que llevan a muchos a señalarnos con un apodo. ‘¡Miren!’, dicen, ‘¡cómo se aman entre ellos!’ … Están dispuestos incluso a morir los unos por los otros. … No dudamos en compartir nuestros bienes materiales entre nosotros. … Esta práctica de un amor tan especial nos marca ante los ojos de algunos. ‘¡Miren!’, dicen, ‘¡cómo se aman entre ellos!’” (Apologeticus 39.5–7). Durante una devastadora plaga en Alejandría (ca. 249–262 d.C.), el obispo Dionisio relató el testimonio heroico de muchos cristianos:
“La mayoría de nuestros hermanos no escatimaron esfuerzos en su amor y amabilidad fraterna. Permanecieron firmes unos con otros y visitaban a los enfermos sin temor, atendiéndolos continuamente, sirviéndolos en Cristo; y morían con ellos con gozo, tomando sobre sí la enfermedad de los demás y atrayendo el sufrimiento de sus vecinos hacia ellos mismos. Aceptaban voluntariamente sus dolores y, con gran alegría, partían de esta vida, convirtiéndose en realidad en mártires de la fe. … Así, la misma forma de la muerte, con todo su terror, se convirtió en un medio de disciplina y ejercicio de fe.” (Eusebius’s Ecclesiastical History, (Book 7, Chapter 22). El obispo mártir Cipriano de Cartago también instó a sus comunidades a extender la misericordia más allá de sus propios círculos de fe: “No limitemos nuestra bondad y amor solo a los del hogar de la fe. Tengamos compasión también de los paganos, para que, por nuestra bondad hacia ellos, también sean atraídos a compartir nuestra comunión espiritual… Por tanto, el bien debe hacerse a todos, sean extraños o sean de nuestra propia casa; con un mismo acto de bondad, amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos.” (Ante-Nicene Fathers 5: Treatises of Cyprian, Treatise VIII, ch. 25–26). Este espíritu de compasión se institucionalizó en la vida de la Iglesia. Según Eusebio (Ecclesiastical History 6.43.11–12), bajo el obispo Cornelio (251–253 d.C.), la Iglesia en Roma cuidaba de más de 1,500 viudas. Más adelante, Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla, en sus Homilías sobre Mateo (66 o 67), anotó que la Gran Iglesia en Antioquía asistía a unas 3,000 viudas y mujeres solteras, así como a enfermos y viajeros, reflejando un compromiso profundo con el bienestar social. Incluso el emperador pagano Juliano (361–363 d.C.), que intentó revivir la religión romana tradicional, reconoció con frustración el impacto de la caridad cristiana. En su carta a Arsacio (Epistle 22, ca. 362 d.C.), escribió: “Estos impíos galileos [cristianos] no solo alimentan a sus propios pobres, sino también a los nuestros; los reciben en sus ágapes… Mientras los sacerdotes paganos descuidan a los pobres, los detestables galileos se dedican a obras de caridad… Miren sus banquetes de amor y sus mesas dispuestas para los necesitados. Tal práctica es común entre ellos, y provoca desprecio hacia nuestros dioses… Ellos sostienen no solo a sus pobres, sino también a los nuestros; todos ven que nuestra gente no recibe ayuda de nosotros.” En resumen, desde sus inicios, la ekklesia se entendió como una comunidad profundamente comprometida con la compasión. Inspirados por el ejemplo de Jesús y guiados por el Espíritu, sus miembros se dedicaban a cuidar sin distinción de clase, religión o estatus social, reconociendo en cada ser humano la imagen de Dios. Este amor —costoso, imparcial y orientado al otro— no solo dio forma a la identidad de la Iglesia, sino que también fue clave en su expansión y en su impacto social. De hecho, el cristianismo está en el origen del desarrollo de los hospitales y de la idea de que toda persona, por estar hecha a imagen de Dios, merece ser cuidada y amada. ↩︎ - David J. Bosch, “Reflections on Biblical Models of Mission,” in Toward the 21st Century in Christian Mission, ed. Phillips and Coote, Grand Rapids: Eerdmans Publishing Company, 1993, 190. ↩︎
- Brian McLaren, The Secret Message of Jesus: Uncovering the Truth That Could Change Everything (Nashville: Thomas Nelson, 2006), 73 ↩︎
- Vishal Mangalwadi, Truth and Social Reform (Nashville: Integrity Publishers, 2004), 94; ver tambien Salmo 45:6-7 ↩︎
- En el mundo bíblico, las puertas de la ciudad no eran simples puntos de entrada o salida. Eran espacios clave de gobierno, justicia, estrategia política y militar. Funcionaban como verdaderas plazas públicas de deliberación, donde se tomaban decisiones cruciales para la vida de la comunidad. Esta función multifacética se refleja de manera consistente en las Escrituras.
Primero, las Puertas fueron Lugar de Justicia y Gobierno: En Rut 4:1–2, vemos cómo Booz subió a la puerta de la ciudad y se sentó allí. Luego llamó a diez de los ancianos y les pidió que se sentaran con él como testigos del proceso legal para redimir la herencia de Noemí y casarse con Rut. Este pasaje nos muestra que las puertas eran el lugar oficial de resolución de disputas y validación legal: “Luego Booz subió a la puerta de la ciudad y se sentó allí. Justo en ese momento pasó el redentor que Booz había mencionado. Entonces Booz lo llamó: «Ven y siéntate aquí, amigo mío. Quiero hablar contigo». Así que se sentaron juntos. Entonces Booz llamó a diez líderes de la ciudad y les dijo: «Siéntense aquí y sean testigos».” (Rut 4:1–2, NTV) La ley mosaica refuerza esta práctica. En Deuteronomio 21:19, por ejemplo, se instruye que los padres lleven a su hijo rebelde “a la puerta de la ciudad, donde los ancianos administran la justicia.” Así también en Deut. 22:15 y 25:7, se menciona la puerta como el lugar designado para llevar pruebas, dirimir conflictos y ejecutar juicios públicos. Asimismo, en Proverbios 31:23, el esposo de la mujer virtuosa es descrito como alguien que “es bien conocido en la puerta de la ciudad, donde se sienta junto con los otros líderes del pueblo.” Esto sugiere que la puerta era el asiento del liderazgo y del respeto comunitario, un lugar donde se reconocía la autoridad moral y cívica.
Segundo, las Puertas fueron Centro de Estrategia Política y Persuasión. En 2 Samuel 15:2–6, Absalón se levantaba temprano y se colocaba junto al camino que llevaba a la puerta de la ciudad. Allí, interceptaba a las personas que venían a buscar justicia del rey y les decía: “Es evidente que no hay nadie de parte del rey para oírte.” Así, fue “robando el corazón de todo el pueblo de Israel”. “Cada vez que alguien tenía un caso para ser juzgado por el rey, Absalón lo llamaba y le decía: ‘Mira, tu caso es legítimo y justo, pero no hay nadie designado por el rey para que te escuche’. […] De esa manera, Absalón robaba el corazón de toda la gente de Israel.” (2 Samuel 15:3, 6, NTV) Esto revela cómo la puerta de la ciudad era también un espacio de influencia política, donde se podía moldear la opinión pública y ganar legitimidad. En Daniel 2:49, aunque no se menciona directamente “la puerta de la ciudad”, se refleja el mismo principio: cuando Daniel intercede por sus amigos, el rey los coloca “a cargo de los asuntos de la provincia de Babilonia”, y muchas traducciones sugieren que se sentaban en la “puerta del rey”, un lugar simbólicamente vinculado al ejercicio de la autoridad real.
Tercero, las Puertas fueron Puntos de Defensa y Vigilancia Militar. La dimensión militar y defensiva de las puertas es evidente en textos como Jueces 5:8, 11, donde se hace alusión a la vulnerabilidad cuando se abandonaba a Dios y no había escudos ni lanzas “entre cuarenta mil en Israel”, lo que sugiere una crisis de defensa desde las mismas puertas. En Nehemías 3–4, gran parte del trabajo de reconstrucción de Jerusalén se enfoca precisamente en reparar las puertas como puntos claves para la seguridad de la ciudad. Nehemías asigna a cada grupo la responsabilidad de restaurar una sección, subrayando que la protección y la integridad de la comunidad dependían en gran parte del estado de sus puertas.
Existe también Confirmación Extrabíblica y Evidencia Histórica y Arqueológica al respecto: Los textos bíblicos son coherentes con otros documentos del mundo antiguo. El Código de Hammurabi (siglo XVIII a.C.) menciona repetidamente la “puerta de la ciudad” como el lugar donde se resolvían litigios legales. Por ejemplo, la Ley 5 establece que en disputas entre acreedor y deudor, “el caso debe ser llevado ante la puerta.” Esta era la sala pública de justicia. Inscripciones reales asirias y babilónicas también destacan la importancia de las puertas. El rey Senaquerib narra con orgullo cómo embelleció las puertas de Nínive y estableció allí guardianes y funcionarios para supervisar el comercio y la recaudación de tributos, subrayando su función político-administrativa. El historiador judío Flavio Josefo (siglo I d.C.) confirma este patrón al describir las puertas de Jerusalén como puntos clave donde se congregaban los ancianos, se discutían asuntos de estado y se controlaba el acceso militar y comercial. En Antigüedades 5.202, por ejemplo, se menciona cómo durante la época de los jueces, las asambleas se llevaban a cabo en la puerta de la ciudad. En conclusión, la evidencia bíblica y extrabíblica coincide en presentar la puerta de la ciudad como un lugar de deliberación, justicia, estrategia política y defensa colectiva. No era un simple umbral arquitectónico, sino el centro neurálgico de la vida pública.
En este sentido, cuando Jesús declara en Mateo 16:18 que “las puertas del Hades no prevalecerán contra su ekklesia”, está evocando no solo una imagen espiritual, sino también una confrontación con estructuras de autoridad y poder que intentan controlar, oprimir y dividir a las comunidades. La ekklesia está llamada a ser una asamblea activa que, empoderada por el Espíritu, resiste al mal, defiende la justicia y promueve el Shalom en todos los ámbitos de la vida pública. ↩︎ - A lo largo de la historia, han surgido interpretaciones que leen la referencia de Jesús a la ekklesia como un llamado a “gobernar” el mundo en un sentido teocrático, incluso con tintes militaristas. Según esta visión, los cristianos estarían llamados a “tomar el poder” en las esferas gubernamentales e imponer una visión teocrática o de nacionalismo cristiano sobre toda la sociedad. Sin embargo, tanto el testimonio de las Escrituras como la experiencia de la iglesia primitiva revelan una dinámica diferente: a) La ekklesia ciertamente transformó sociedades enteras, pero no lo hizo conquistando el poder romano ni imponiendo la fe por la fuerza. b) Su influencia se extendió a través del discipulado profundo, permitiendo que los valores del Reino impregnaran la cultura “desde abajo”. c) La estrategia de la iglesia fue el testimonio de un amor radical y un servicio genuino, que conquistaron corazones e impactaron la vida pública. Esto no significa que la ekklesia deba retirarse de la esfera pública. Al contrario, como creyentes estamos llamados a influir, a ser luz y sal en medio de los sistemas sociales y participar en la incidencia pública. Un cristiano con vocación pública puede —y debe— considerar el servicio en cargos políticos, académicos, económicos o culturales como parte de su misión. La participación en estas esferas forma parte del llamado a ser testigos del Reino en todo lugar. Sin embargo, la ekklesia no está llamada a establecer un régimen teocrático ni a gobernar por imposición. Su misión esencial es ser un pueblo misionero que anuncia y encarna las buenas nuevas del Reino: un Reino que transforma por medio del servicio, la justicia, la compasión y la verdad. A lo largo de la historia, muchos líderes cristianos han servido con integridad y eficacia en espacios de poder, entendiendo que la manera de Cristo es servir, no dominar. Allí donde Dios nos llame a influir, que lo hagamos con el espíritu del Reino: humildad, verdad y amor. ↩︎
- Los primeros cristianos no solo proclamaban un mensaje espiritual, sino que vivían una práctica radicalmente distinta que trastornaba el orden social del Imperio. En Hechos 17:6, los opositores afirmaban con alarma: “¡Estos que han trastornado el mundo entero ahora están aquí entre nosotros también!” La palabra utilizada en griego, anastatoō, sugiere un vuelco total del statu quo. El testimonio de la ekklesia primitiva no era pasivo; era una fuerza activa que proponía una nueva forma de humanidad bajo el señorío de Cristo. Este testimonio se encarnaba en acciones concretas de amor y justicia:
A) En Hechos 2:44–45 y 4:32–35 leemos que “todos los creyentes se reunían en un mismo lugar y compartían todo lo que tenían… vendían sus propiedades y posesiones y compartían el dinero con aquellos en necesidad”. No había entre ellos ningún necesitado. Esta práctica no era ocasional, sino parte integral de su vida comunitaria. Pablo también exhortaba a cuidar de las viudas, mostrando estructuras claras de apoyo comunitario (1 Timoteo 5:3–16).
B) Más allá de la solidaridad interna, la ekklesia derribaba barreras sociales profundas. Cuando Pedro entra a la casa de Cornelio y declara: “Ahora veo con claridad que Dios no muestra favoritismo” (Hechos 10:34), se rompe una frontera étnica y cultural. El Concilio de Jerusalén (Hechos 15) ratifica esta inclusión radical. Pablo resume esta realidad en Gálatas 3:28: “Ya no hay judío ni gentil… porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús.” Y en Efesios 2:14–16 explica que Cristo “derribó el muro de hostilidad que nos separaba… de dos pueblos hizo uno solo.” No es de extrañar que la comunidad cristiana primitiva causara tanta sorpresa en el Imperio romano y más allá. Lo que los cristianos eran y hacían simplemente quedaba fuera del marco de referencia de muchos filósofos de la época (Pedrito U. Maynard-Reid, Complete Evangelism, 90-91).
C) La proclamación “Jesús es el Señor” (Romanos 10:9; Filipenses 2:11) no era una simple afirmación doctrinal, sino una declaración profundamente subversiva en un contexto donde el César era llamado “Señor y Dios.” Tertuliano y Plinio el Joven confirman que los cristianos se negaban a rendir culto al emperador, una negativa que los colocaba en oposición directa al sistema imperial (cf. Tertuliano, Apología 17, 34; Plinio el Joven, Cartas 10.96–97).
D) Este rechazo al poder violento se expresaba también en su ética. Jesús enseñó: “Amen a sus enemigos… oren por los que los persiguen” (Mateo 5:44, NTV), y Pablo escribió: “No paguen a nadie mal por mal… no se dejen vencer por el mal, sino venzan el mal haciendo el bien” (Romanos 12:17–21, NTV). Tertuliano testificaba: “Nosotros, que antes nos entregábamos mutuamente a la espada, ahora nos negamos incluso a presenciar espectáculos donde se derrama sangre” (Tertuliano, Apología 37).
E) La ekklesia también formó redes de apoyo y solidaridad que desafiaban la estructura jerárquica del patronazgo romano. En lugar de depender de benefactores poderosos, los creyentes recolectaban ofrendas para ayudar a huérfanos, viudas, náufragos y presos, según Justino Mártir y Tertuliano (Justino Mártir, Primera Apología 67; Tertuliano, Apología39.5–6). Esta economía solidaria rompía con la lógica del clientelismo imperial y encarnaba un nuevo modelo de comunidad.
F) Incluso hubo cristianos que rechazaron el servicio militar por considerarlo incompatible con el llamado de Cristo. Tertuliano preguntaba: “¿Puede un soldado de Cristo servir también bajo el estandarte de César?” (Tertuliano, De Corona 11), y Orígenes explicaba que, en vez de luchar con armas, los cristianos intercedían espiritualmente por la paz del imperio (Orígenes, Contra Celso 8.73). Hipólito de Roma también estipuló que ningún creyente debía matar ni jurar lealtad a dioses paganos (Tradición Apostólica 16).
Todo esto muestra que la ekklesia no era simplemente una comunidad devocional, sino un cuerpo vivo y contracultural. Su estilo de vida proclamaba que una nueva realidad había irrumpido en la historia. Como señala Efesios 3:10, “Dios usó a la iglesia para mostrar la amplia variedad de su sabiduría a todos los gobernantes y autoridades invisibles en los lugares celestiales.” La ekklesia, entonces, era el instrumento escogido para revelar la sabiduría de Dios al mundo y a los poderes que lo oprimen. En conjunto, estas prácticas y convicciones dieron lugar a una comunidad que verdaderamente “volteó el mundo de cabeza” (Hechos 17:6), no con violencia, sino con amor sacrificial, justicia restauradora y una solidaridad que testificaba de otro Reino: el Reino de Dios. ↩︎ - Desde sus comienzos, la iglesia fue percibida no solo como una comunidad espiritual, sino como una amenaza al orden establecido —tanto por las autoridades religiosas judías como por el Imperio Romano. En Hechos 4:1–3 (NTV), se nos dice que “mientras Pedro y Juan hablaban a la gente, se les enfrentaron los sacerdotes… muy molestos porque enseñaban que hay resurrección de los muertos por medio de Jesús. Los arrestaron y los pusieron en la cárcel.” Más adelante, el concilio les advierte: “¿No les ordenamos que dejaran de enseñar en ese nombre?” (Hechos 5:28). La preocupación no era solo teológica, sino el efecto social del mensaje: estaban trastornando el orden público. Esta percepción se acentúa en Hechos 17:6–7, donde el mensaje cristiano era entendido como un acto de subversión directa contra la autoridad del César. Incluso en el juicio de Jesús, el aspecto político es evidente. Juan 19:12 relata: “Si dejas libre a ese hombre, no eres amigo del César. Cualquiera que se declare rey está en rebeldía contra el César”. Reconocer a Jesús como Rey era, para Roma, traición. Varios escritores romanos confirman esta percepción de amenaza: a) Plinio el Joven (c. 112 d.C.), en su famosa carta al emperador Trajano (Cartas 10.96–97), explica: “Estos cristianos se reúnen antes del amanecer para cantar himnos a Cristo como a un dios, y se comprometen a no robar, cometer adulterio ni traicionar. Sin embargo, cuando se les exige maldecir a Cristo y adorar la imagen del emperador, no lo hacen.” La negativa a rendir culto al César era vista como obstinación peligrosa y deslealtad al Imperio. b) Tácito, en sus Anales 15.44 (c. 115–117 d.C.), describe a los cristianos como víctimas de la persecución de Nerón: “Nerón culpó y castigó con extrema crueldad a un grupo odiado por sus abominaciones, llamados cristianos. Esta superstición perniciosa, reprimida temporalmente, volvía a aparecer.” Aquí se percibe al cristianismo como una amenaza cultural persistente. c) Suetonio, en Vida de Claudio 25.4 y Vida de Nerón 16, afirma que Claudio expulsó a los judíos de Roma por disturbios causados por “Chrestus” (Cristo) y que Nerón castigó a los cristianos por su “nueva y maligna superstición”. d) Tertuliano, en su Apología (capítulos 17 y 34), defiende a los cristianos: “Nosotros pagamos impuestos, respetamos las leyes y oramos por los emperadores. Lo único que no hacemos es rendirles culto como a dioses.” (Apología 34). e) Justino Mártir, en su Primera Apología (capítulos 17 y 46), declara ante el emperador: “Nos sometemos a sus leyes justas y contribuimos con los impuestos, pero no podemos ofrecer sacrificios a sus imágenes ni llamar señor al emperador.” La subversión no era solo teológica, sino también sociopolítica, como expusimos en otras partes de este artículo. Así que, la evidencia bíblica y extrabíblica revela que la iglesia primitiva fue vista como subversiva no solo por su fe, sino por el modo radical en que proponía una sociedad alternativa. Era una comunidad que proclamaba a otro Rey, vivía un estilo de vida contracultural y desafiaba tanto el culto imperial como las jerarquías sociales. Su “subversión” era el fruto de su fidelidad a un Reino distinto, cuyo centro no era Roma ni el Templo, sino Jesucristo como Señor. ↩︎
- La historia de la Iglesia presenta múltiples ejemplos en los que la fe cristiana se ha visto mezclada con los intereses de gobernantes y potencias estatales, generando “matrimonios” entre trono y altar que derivaron en abusos y en la imposición de la religión por la fuerza. Aunque cada contexto histórico difiere, el patrón común ha sido el uso de símbolos cristianos para legitimar el poder político y la coerción, lo que distorsiona la naturaleza verdaderamente transformadora del Evangelio. En seguida se articulan algunos ejemplos:
A) Iglesia Imperial y Teocracias Medievales: Alvin J. Schmidt, en Under the Influence: How Christianity Transformed Civilization (Grand Rapids: Zondervan, 2001), describe cómo, a lo largo de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, se gestaron experimentos teocráticos en que la Iglesia se fusionó con el poder estatal (caps. 4 y 5). Estos modelos, si bien a veces favorecieron cierto orden y protección social, también coartaron libertades individuales y persiguieron a disidentes. Rodney Stark, en For the Glory of God (Princeton: Princeton University Press, 2003), profundiza en el período de la “Iglesia Imperial” surgida tras la conversión de Constantino (especialmente cap. 2). Aunque destaca logros como el cese de la persecución a cristianos, señala cómo esta unión con el Estado llevó a la persecución de herejes y a imponer la ortodoxia por medios coercitivos.
B) La Cristiandad Medieval y el Nacimiento de Nacionalismos: Tom Holland, en Dominion: How the Christian Revolution Remade the World (Nueva York: Basic Books, 2019), analiza la evolución del cristianismo en Europa y expone cómo, en ciertas etapas, la identidad cristiana nacionalista sirvió para justificar la violencia contra “infieles” o disidentes (véase la sección sobre la Cristiandad medieval y los capítulos finales). Aun cuando la ética cristiana sostiene la dignidad humana, la tentación de usar el poder secular para imponer la fe condujo a guerras confesionales y persecuciones.
C) La Conquista de América Latina: Es un claro ejemplo de cómo la fe y el poder se amalgamaron durante la expansión colonial. La Corona española, con la bendición papal (por ejemplo, las bulas “Inter caetera” de 1493), justificó la conquista de territorios americanos bajo el pretexto de evangelizar, generando abusos y sometiendo a poblaciones indígenas. Obras clásicas y testimonios como los de Bartolomé de las Casas (Brevísima relación de la destrucción de las Indias, 1552) reflejan cómo en este proceso se usaron argumentos religiosos para legitimar la dominación y la explotación.
D) Nacionalismo Cristiano y Uso Político de la Fe: Un caso sobresaliente en el siglo XX fue el de la Deutsche Christen (Iglesia Alemana), movimiento surgido bajo el régimen nazi que pretendía alinear completamente el cristianismo con la ideología del Tercer Reich. En vez de cuestionar los abusos del Estado, la Deutsche Christen adoptó elementos del nacionalsocialismo, acomodando la fe a la raza y la supremacía germana. Este episodio histórico ilustra cómo la religión puede ser instrumentalizada para fines políticos y xenófobos, desnaturalizando el mensaje cristiano de amor universal. Glenn Sunshine, en Why You Think the Way You Do: The Story of Western Worldviews from Rome to Home (Grand Rapids: Zondervan, 2009), muestra cómo ciertas corrientes nacionalistas “bautizan” intereses políticos con lenguaje religioso, alejándose de la esencia del evangelio. De hecho, la expresión “nacionalismo cristiano” se usa en la actualidad para señalar movimientos que unen la fe cristiana con ideologías etnocéntricas o patrióticas extremas, a menudo justificando discriminaciones o violencia contra minorías. Como lo muestran los ejemplos históricos —desde la época constantiniana hasta el siglo 21—, esta concepción subordina el mandato de amar al prójimo y la justicia del Reino de Dios a la exaltación política de una nación o etnia. Estos ejemplos de la “Iglesia Imperial,” la Cristiandad medieval, la Conquista de América Latina, y la fusión del nazismo con sectores de la Iglesia Alemana durante el Tercer Reich evidencian cómo el cristianismo, al aliarse indebidamente con el Estado para imponer o legitimar doctrinas, ha incurrido en atropellos y abandonado su vocación profética. El problema no reside en la participación cristiana en la vida pública como tal —algo legítimo y, a menudo, necesario—, sino en la subordinación de la fe al poder temporal, que da lugar a un nacionalismo excluyente o a regímenes teocráticos que contradicen las enseñanzas de Cristo. ↩︎ - Pese a los desvíos antemencionados, diversas investigaciones destacan que, cuando la iglesia se mantiene alineada con su misión original de servicio, amor y justicia, puede generar impactos profundamente transformadores en la sociedad. Este impacto se evidencia en múltiples esferas: desde la creación de hospitales y el acceso a la educación hasta el impulso de movimientos por la justicia social y el surgimiento de sistemas democráticos.
a) Fundaciones de Hospitales y Redes de Caridad: Los primeros cristianos desarrollaron prácticas comunitarias que incluían el cuidado de huérfanos, viudas y enfermos, sentando las bases de lo que siglos después se convertiría en instituciones formales de asistencia. Alvin J. Schmidt, en Under the Influence (2001), detalla cómo la compasión cristiana fue el motor detrás de la creación de hospitales, hospicios y orfanatos, particularmente desde la Edad Media en adelante (capítulos 2 y 7). Rodney Stark, en The Rise of Christianity (Princeton University Press, 1996), subraya que durante las grandes plagas del siglo II y III, mientras muchos paganos huían, los cristianos permanecían cuidando a los enfermos y moribundos. Este testimonio tangible de amor y sacrificio fue crucial para el crecimiento del cristianismo (capítulos 4 y 5), demostrando una espiritualidad profundamente encarnada.
b) Educación y Protección de los Marginados: La cosmovisión judeocristiana también contribuyó significativamente a la educación universal, la alfabetización masiva y la defensa de los marginados. Vishal Mangalwadi, en The Book That Made Your World (Thomas Nelson, 2011), sostiene que la Biblia y la ética cristiana fueron fundamentales para desarrollar sistemas educativos inclusivos, especialmente en favor de mujeres y pobres (capítulos 6, 8 y 9). De igual forma, Glenn Sunshine, en Why You Think the Way You Do (Zondervan, 2009), explica cómo la idea de un universo ordenado por un Dios racional inspiró el nacimiento de las universidades y de la ciencia moderna, promoviendo el desarrollo intelectual como una forma de amar a Dios con la mente (capítulos 5–6).
c) Justicia Social y Formación de Estados de Derecho: El cristianismo también ha influido en la abolición de prácticas inhumanas como la esclavitud y la tortura, gracias a su énfasis en la dignidad de toda persona. Tom Holland, en Dominion (Basic Books, 2019), muestra cómo los valores cristianos de compasión e igualdad revolucionaron gradualmente las estructuras legales y sociales de Europa, moldeando el pensamiento de la Ilustración y de los movimientos abolicionistas. Por su parte, Robert D. Woodberry, en su influyente artículo “The Missionary Roots of Liberal Democracy” (American Political Science Review 106, no. 2 [2012], pp. 244–274), presenta evidencia empírica que vincula la labor de misioneros protestantes con la expansión de instituciones democráticas, el fortalecimiento de la educación y la promoción de libertades civiles. Como él señala: “Las regiones donde los misioneros protestantes tuvieron una presencia significativa en el pasado son, en promedio, más desarrolladas económicamente en la actualidad, con mejores indicadores de salud, menor mortalidad infantil, niveles más bajos de corrupción, mayor alfabetización, un nivel educativo más alto (especialmente entre las mujeres) y una participación más sólida en asociaciones no gubernamentales.” (Woodberry, p. 244) Esto demuestra cómo la misión cristiana, vivida desde el testimonio y el compromiso social, puede incidir en transformaciones sistémicas profundas.
d) La Iglesia como Embajada del Reino (2 Corintios 5:20): Esta metáfora refuerza el carácter representativo de la ekklesia en el mundo: no está llamada a imponer el Reino por la fuerza, sino a encarnarlo en servicio, justicia y reconciliación. Rodney Stark, en The Triumph of Christianity (HarperCollins, 2011), interpreta este rol embajador como uno de los factores decisivos en la expansión del cristianismo y su capacidad de influir socialmente en el Imperio Romano. Lejos de ser una fe privada, el cristianismo primitivo modelaba nuevas formas de comunidad, ética pública y atención a los más vulnerables. Por consiguiente, autores como Alvin J. Schmidt, Rodney Stark, Tom Holland, Vishal Mangalwadi, Glenn Sunshine y Robert Woodberry coinciden en que, cuando la Iglesia se mantiene fiel al ejemplo de Cristo —compasiva, justa, transformadora— puede dejar una huella indeleble en la historia. Sin embargo, también advierten que cuando la fe se cristaliza en estructuras coercitivas o se alía con el poder opresor, pierde su vocación profética y se convierte en instrumento de control. La historia de la Iglesia está marcada por esta tensión constante entre el uso del poder y el llamado al servicio humilde. Siempre que la Iglesia se ha desviado hacia la imposición religiosa, la exclusión o el dominio político, ha traicionado el espíritu del Reino. En contraste, cuando actúa como “sal de la tierra” y “luz del mundo” (Mateo 5:13–16), su testimonio ilumina la sociedad y siembra el Shalom de Dios en el mundo. ↩︎ - Lesslie Newbigin, The Open Secret: An Introduction to the Theology of Mission (Grand Rapids: Eerdmans, 1995), 122; En esta misma línea, Gerhard Lohfink describe a la iglesia como una “sociedad de contraste”, cuya razón de ser es servir a los demás, manteniendo una presencia profética y apartidista que confronte la injusticia, y al mismo tiempo refleje el amor y la santidad de Dios. Gerhard Lohfink, Jesus and Community: The Social Dimensions of Christian Faith (Philadelphia: Fortress Press, 1984). ↩︎
- Dietrich Bonhoeffer, Works, vol. 8, ed. Wayne Whitson Floyd, Minneapolis: Fortress Press, 2010, 503. ↩︎
- Lesslie Newbigin, The Gospel in a Pluralist Society (Grand Rapids, MI: Wm. B. Eerdmans, 1989), 232. ↩︎
- Eduardo Hoornaert, Memoria del Pueblo Cristiano (Bogotá: Ediciones Paulinas, 1986), 124-128 ↩︎
- Karl Barth, Dogmatics in Outline, New York: Harper & Row Publishers, 1959, 142, Añade: “Lo mejor es no aplicar la idea de invisibilidad a la Iglesia; todos tendemos a deslizarnos con ello hacia una civitas platonica, en la que los cristianos están unidos interior e invisiblemente, mientras que la Iglesia visible es desvalorizada o incluso despreciada…” ↩︎
- ¿Como sucedió eso? La visión holística de la adoración que sostenía la iglesia primitiva —profundamente enraizada en una reverencia vertical hacia Dios, pero también consciente de las dimensiones horizontales, comunitarias y escatológicas del Reino venidero— fue, con el tiempo, dando paso gradualmente a una forma de adoración centrada en una relación más individual y vertical con Dios. Dos desarrollos históricos principales contribuyeron a este cambio.
En primer lugar, a medida que las estructuras eclesiásticas se volvieron más jerárquicas, la práctica de la koinonía (comunión) y la participación activa de la congregación fueron progresivamente desplazadas por un modelo de gobierno que priorizaba la autoridad clerical. Aunque estos cambios estuvieron en parte motivados por la necesidad de la iglesia de enfrentar herejías que distorsionaban la enseñanza apostólica, también socavaron el énfasis original en el Reino de Dios como una realidad fundamentalmente comunitaria y diversa en sus expresiones de adoración. Un factor especialmente influyente fue la adopción del principio de territorialidad, instaurado bajo el gobierno romano en el siglo II, particularmente durante la era de emperador Diocleciano (Ralph P. Martin, Worship in the Early Church (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Co., 1974), 148). A medida que la iglesia asimiló este principio, las asambleas locales que antes se identificaban como “la iglesia de los corintios” (es decir, la comunidad de cristianos peregrinos en Corinto) fueron sustituidas por referencias más institucionales como “las iglesias de Corinto”. La aceptación de este principio territorial tuvo consecuencias significativas a nivel pastoral, especialmente cuando el liderazgo congregacional comenzó a alinearse con los patrones administrativos del Imperio. Este cambio fue reforzado aún más por la aceptación —cauta pero sostenida— de la filosofía platónica y neoplatónica, que valoraba el orden y la estructura jerárquica por encima de las expresiones carismáticas y neumáticas, que a menudo eran percibidas como desordenadas. Un ejemplo ilustrativo se encuentra en la Didaché, donde aún se reconocía a los profetas y maestros como autoridades principales dentro de la asamblea cristiana, lo que reflejaba una distribución más amplia del liderazgo en la comunidad. Sin embargo, aproximadamente un siglo después, la Tradición Apostólica, redactada en Roma hacia el año 215 d.C., relegó a los maestros a un nivel ministerial inferior y omitió toda mención de los profetas. El teólogo católico Eduardo Hoornaert, en La memoria del pueblo cristiano, describe este cambio afirmando que la Tradición Apostólica revela “un cambio fundamental de mentalidad con respecto a los ministerios, que ahora ya no se articulan en términos de ‘servicio’, sino en los de ‘gobierno’ y poder en las comunidades. Como resultado, el concepto de iglesia carismática cede ahora al concepto de iglesia jerárquica. La comunidad queda dividida entre clérigos y laicos… El poder de oficiar la liturgia pasa ahora a manos del clero.” (Eduardo Hoornaert, The Memory of the Christian People (Maryknoll, NY: Orbis Books, 1988), 160) Esta transformación en el modelo de gobierno eclesial alteró profundamente la práctica de la adoración y fracturó la estructura de las asambleas cristianas, afectando el núcleo mismo de la koinonía. Tertuliano, escribiendo en 197 d.C., aún podía afirmar: “donde hay tres [cristianos], allí está la iglesia, aunque sean laicos.” (Henry Bettenson, ed., Documents of the Christian Church (Oxford: Oxford University Press, 1967), 71) Sin embargo, una generación más tarde, con Cipriano, predominaba ya el principio de comunión jerárquica: “quien no está en comunión con el obispo en su diócesis, no está en la iglesia.” (E. Glenn Hinson, The Early Church: Origins to the Dawn of the Middle Ages (Nashville: Abingdon Press, 1996), 180). Este desarrollo debilitó el “servicio de comunión” y desplazó la adoración hacia un ritual más sacerdotal y vertical, centrado en la noción de “sacrificio” litúrgico (Hoornaert, 160). Con el paso de los siglos, en la liturgia de la misa, el sacerdote literalmente daba la espalda a la congregación para celebrar el “sacrificio eucarístico” de cara al altar, una expresión de reverencia hacia Dios que, sin embargo, tendía a minimizar la participación activa del laicado en nombre de la pureza litúrgica. El erudito del Nuevo Testamento James D.G. Dunn resume este cambio de forma contundente: “Tal vez, entonces, la tragedia del catolicismo primitivo fue no haber comprendido que la mayor herejía de todas es insistir en que solo hay una obediencia eclesiástica, una sola ortodoxia.” (James D.G. Dunn, Unity and Diversity in the New Testament: An Inquiry into the Character of Earliest Christianity (London: SCM Press, 1990), 373).
En segundo lugar, se dio una tendencia generalizada en diversas tradiciones cristianas a desplazar el centro de la presencia divina desde la comunidad reunida hacia un único elemento focal de la adoración. Se fue abandonando progresivamente la comprensión de que, según la convicción fundamental del cristianismo primitivo, “la presencia divina se actualizaba de forma más poderosa en y a través de la asamblea empírica de los cristianos reunidos para adorar ‘en el nombre de Jesús’ (véase Mateo 18:20). La asamblea misma funcionaba como el sacramento.” (New Testament Abstracts, vol. 21, no. 1 (1977): 173) Este cambio se manifestó de diversas maneras dentro de la gran familia cristiana, moldeando distintas expresiones litúrgicas y eclesiológicas según contextos históricos y teológicos particulares. (David E. Aune, “The Presence of God in the Community: The Eucharist in Its Early Christian Context,” Scottish Journal of Theology 29, no. 5 (1976): 451–459, 454): a) En la Iglesia Católica Romana, la Eucaristía se convirtió en el principal lugar de la presencia real de Cristo a través de la doctrina de la transubstanciación: se cree que Cristo está “más plenamente (o especialmente) presente en el pan y el vino transformados”; b) En muchas tradiciones protestantes históricas y congregaciones evangélicas, la proclamación de la Palabra de Dios adquirió tal centralidad que llegó a ser casi sacramental: “la presencia de Dios se experimenta de manera más potente en la actualización kerigmática del texto bíblico”; c) En las iglesias pentecostales y carismáticas, la manifestación más evidente de la presencia de Dios se percibe en el ejercicio de los dones espirituales, especialmente la sanidad y el hablar en lenguas; d) En muchas congregaciones neopentecostales y no denominacionales, los “servicios de adoración” potentes—caracterizados por música de alabanza emocional, tecnología moderna (luces y sonido), y predicación dinámica—transmiten la sensación de que la presencia de Dios se experimenta de forma más plena en una experiencia personal intensa de adoración. Sin embargo, según el erudito bautista David Aune, ni la Eucaristía, ni la proclamación de la Palabra de Dios, ni las manifestaciones de ciertos dones espirituales, ni una experiencia de adoración emocional altamente coreografiada ocupaban en la iglesia primitiva la posición estructuralmente central que tienen en muchas iglesias hoy en día (Aune, 453-454). Aun así, con el tiempo, en cada tradición fue emergiendo un énfasis predominantemente vertical que comenzó a eclipsar la dimensión comunitaria de la adoración. Aunque el adorador todavía pueda reconocer que se reúne con otros y comparte un momento colectivo —ya sea en la Eucaristía, en la escucha de la Palabra, en el ejercicio de carismas o en un tiempo de alabanza emocional—, con frecuencia el énfasis principal sigue siendo “mi encuentro personal con Dios Padre, con Cristo o con su Espíritu”. Esta concentración interna en la experiencia individual del creyente, aunque ciertamente valiosa, tiende a debilitar los aspectos integrales, comunitarios y misionales que caracterizaban la adoración de las primeras ekklesias. Un resultado evidente de estos desarrollos es que nuestra comprensión moderna de la adoración suele estar limitada a expresiones emocionales (como el canto o la alabanza) o a un contexto litúrgico dominical formal, en lugar de abarcar la visión bíblica más amplia expresada en términos como shachah, proskuneo, latreuo y leitourgía, que implican postrarse, servir, ministrar y reverenciar a Dios con toda la vida. El lenguaje moldea inevitablemente nuestra teología y nuestra práctica; cuando nuestro término “adoración” moderno no refleja la riqueza del significado bíblico, puede desviar gradualmente el enfoque de la iglesia, alejándola de la visión integrada que tenía la iglesia primitiva de la ekklesia como un pueblo reunido que vive el Reino de Dios en todas las esferas de la existencia. Como consecuencia, la adoración en la era moderna ha llegado a definirse con frecuencia por la devoción personal y una orientación vertical hacia Dios, en detrimento de las dimensiones comunitarias y misionales más profundas que las primeras comunidades cristianas daban por sentadas. El llamado bíblico a servirnos mutuamente, a encarnar la justicia y la compasión de Dios, y a vivir como signo de su Reino que irrumpe en el mundo, suele quedar opacado cuando la adoración se concibe casi exclusivamente como una comunión privada y vertical con Dios. Este cambio histórico —originado por la consolidación de estructuras eclesiásticas jerárquicas, la concentración de la autoridad y la exaltación de ciertos elementos del culto por encima de la comunidad reunida— ayuda a explicar cómo la adoración contemporánea se ha desviado de la comprensión que tenía la ekklesia primitiva. En lugar de una visión integral, se han adoptado concepciones más reducidas de la adoración, entendida como rito litúrgico, experiencia espiritual individual o un segmento del servicio dominical centrado en la música. Como resultado, el discurso actual sobre la adoración rara vez logra reflejar toda la amplitud de la visión de la iglesia primitiva, en la que postrarse ante Dios estaba íntimamente ligado al servicio amoroso, la edificación mutua y la participación comunitaria en el avance del Reino de Dios. ↩︎ - Marva J. Dawn, Reaching Out Without Dumbing Down (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Co., 1995), 87. ↩︎
- G. K. Beale, We Become What We Worship: A Biblical Theology of Idolatry (Downers Grove, IL: IVP Academic, 2008), 16. ↩︎
- N.T. Wright, Simply Christian: Why Christianity Makes Sense (New York: HarperOne, 2006), 148. N.T. Wright subraya que la adoración cristiana tiene una dimensión holística y profundamente subversiva frente a los poderes de este mundo. Adorar a Dios de todo corazón implica proclamar con nuestra vida que Él —y no los ídolos de turno (dinero, estatus, poder, violencia)— es el verdadero Señor. De aquí fluye una ética distinta, una actitud interior y exterior que desafía la cultura de la explotación y la injusticia. En su obra sobre la resurrección y la vida de la iglesia, Wright destaca que toda la existencia cristiana, incluida la dimensión pública y social, se enmarca en un acto continuo de adoración al Rey resucitado. ↩︎
- Ibid., 148. ↩︎
- Marva J. Dawn, A Royal “Waste” of Time: The Splendor of Worshiping God and Being Church for the World (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1999) ↩︎
- Como dice el Salmo 22:3, Dios habita en medio de las alabanzas de su pueblo. Alabar no es solo una reacción a su presencia, sino también un acto de fe que nos lleva a experimentar su poder (Salmo 100:4). ↩︎
- La palabra “adoración”, tal como la usamos hoy en día, es una traducción que abarca varios términos hebreos y griegos en la Biblia, cada uno con matices y significados distintos dependiendo del contexto. Entender estos términos originales nos ayuda a ampliar y profundizar nuestra comprensión de lo que realmente significa adorar a Dios según las Escrituras:
a) Servicio: Uno de los términos griegos más comunes traducidos como “adoración” es λειτουργία (leitourgía), de donde proviene la palabra “liturgia”. En el Nuevo Testamento, λειτουργία se refiere en ocasiones a actos de servicio práctico, como la colecta monetaria para los creyentes en Jerusalén (2 Corintios 9:12), o a la ayuda que Pablo recibió de otros (Filipenses 2:30). El término relacionado λειτουργός (leitourgós) se usa para describir a Cristo mismo como siervo (Hebreos 8:2), así como a los ministros que sirven en nombre del Evangelio. En el Antiguo Testamento, este concepto se vincula con la labor sacerdotal en el Templo: una labor santa, de servicio continuo ante Dios. En este sentido, adorar incluye servir a Dios y a los demás con una actitud sacrificial y misericordiosa, como un reflejo de Cristo.;
b) Sacrificio: En hebreo, palabras como עֲבוֹדָה (ʿăbōdāh) y su raíz עָבַד (ʿābad) se traducen como “servicio” o “trabajo”, especialmente en contextos de servicio ritual o sacerdotal en el Templo. En griego, λατρεία (latreía) y su verbo asociado λατρεύω (latreúō) también hacen referencia al servicio ritual, al trabajo de los levitas y sacerdotes en el Templo. Además, el término griego θυσία (thysía), que literalmente significa “sacrificio”, aparece frecuentemente en la Septuaginta y el Nuevo Testamento como referencia a las ofrendas de agradecimiento y consagración del Antiguo Testamento. Curiosamente, en las epístolas del Nuevo Testamento, cuando se usa θυσία, a menudo se refiere al sacrificio personal en favor de otros (Romanos 12:1, Filipenses 2:17), mostrando que la adoración cristiana tiene un carácter profundamente relacional y ético.;
c) Sumisión: Otro término clave es el griego προσκυνέω (proskynéō), que literalmente significa “inclinarse” o “postrarse”, y tiene como equivalente hebreo שָׁחָה (shāchāh). Ambas palabras describen una postura física de reverencia y sumisión ante un ser superior, y se usan frecuentemente para describir la adoración dirigida a Dios. Esta forma de adoración reconoce la soberanía y majestad de Dios, expresada no solo en gestos externos, sino en una actitud interna de humildad y obediencia. En conjunto, términos como λατρεία (latreía),λειτουργία (leitourgía), θυσία (thysía), προσκυνέω (proskynéō) y שָׁחָה (shāchāh) nos muestran que la adoración bíblica está profundamente ligada al servicio, al sacrificio y a la sumisión. Más que limitarse a actos litúrgicos o momentos emocionales, la verdadera adoración se expresa en toda la vida: en cómo servimos, en lo que estamos dispuestos a sacrificar y en cómo nos rendimos ante la voluntad de Dios. Por eso, palabras como “servicio”, “ministerio” o “entrega” podrían reflejar de manera aún más fiel el sentido original de “adoración” que encontramos en las Escrituras. ↩︎ - La Biblia nos muestra que la adoración se expresa de múltiples maneras, todas válidas y complementarias, que trascienden el culto formal y abarcan la totalidad de la vida. Servir al prójimo—especialmente a los más vulnerables—con compasión y justicia, refleja el corazón de Dios y constituye un acto de adoración, así como lo hizo Cristo. Del mismo modo, la generosidad en las ofrendas expresa nuestra gratitud y confianza en Dios como proveedor. La música y el canto han sido, desde los Salmos hasta los himnos de la iglesia primitiva, medios poderosos para exaltar a Dios, expresar lamento o proclamar victoria, uniendo a la comunidad y fortaleciendo su fe. La oración—personal y comunitaria—junto con la proclamación pública de la bondad de Dios, honra al Señor y edifica a los oyentes. Las artes creativas también juegan un papel importante: la danza, la pintura, la poesía, el teatro y otras formas artísticas, cuando nacen de una fe viva, anuncian la belleza del Creador. Finalmente, la adoración encuentra su expresión más profunda en el sacrificio y la rendición: cuando, siguiendo el ejemplo de Cristo, dejamos de lado nuestras ambiciones personales para abrazar la voluntad divina, encarnamos el verdadero culto espiritual. ↩︎
- Desde esta perspectiva, la ekklesia entiende que todo su quehacer —en la familia, el trabajo, la economía, la cultura y la política— puede convertirse en una ofrenda espiritual a Dios. No existen “espacios seculares” donde su presencia no pueda ser reconocida. Cada acto cotidiano se vuelve, entonces, una oportunidad para expresar gratitud, practicar la justicia, servir con generosidad y honrar al Rey que reina sobre toda la creación. Así se rescata el sentido original de la liturgia como la obra del pueblo. No se trata simplemente de un “programa religioso”, sino de una vida transformada y ofrecida al Señor por toda la comunidad, con sus dones, oficios, vocaciones y potencialidades. En este marco, un verdadero adorador es alguien humilde, que está dispuesto a: a) Subordinar sus propios objetivos a los de Dios, priorizando el servicio al Reino; b) Expresar gratitud y alabanza al Señor; y c) Dar testimonio de Dios, de su verdad y del amor que ha recibido como hijo o hija suya. ↩︎
- Este llamado a la adoración también está reflejado en Romanos 15:8–9, donde Pablo señala que Cristo vino para que los gentiles glorifiquen a Dios por su misericordia. ↩︎
- Westminster Assembly, The Westminster Shorter Catechism (1647), in The Westminster Confession of Faith and Catechisms: The Westminster Standards (Edinburgh: Banner of Truth Trust, 2016), 6–7. ↩︎
- Irenaeus of Lyons, Against Heresies, trans. Dominic J. Unger, vol. 1 of The Fathers of the Church (Washington, D.C.: The Catholic University of America Press, 1992), 526 (Book 4, Chapter 20, Section 7). ↩︎
- La Biblia está repleta de ejemplos que ilustran cómo el pueblo de Dios ha ofrecido adoración en contextos muy distintos. Algunas de estas expresiones muestran con claridad que la adoración no es un simple ritual, sino una respuesta integral a la grandeza y la bondad de Dios: a) Juan 12:1–3: María de Betania unge los pies de Jesús con un perfume muy costoso. Este acto, que muchos consideraban un derroche, simboliza una adoración tan profunda como costosa y personal.; b) Mateo 14:33: Tras el episodio de Jesús caminando sobre el agua y calmando la tempestad, los discípulos exclaman: “¡Verdaderamente tú eres Hijo de Dios!”. Esta confesión verbal es un acto de adoración que reconoce la identidad divina de Jesús.; c) Mateo 2:11 y Deuteronomio 26:10: Los magos de Oriente traen presentes al niño Jesús; el pueblo de Israel ofrece las primicias de la cosecha al Señor. En ambos casos, dar recursos materiales se concibe como un acto de adoración, manifestando gratitud y dependencia de Dios.; d) Hechos 16:25–26; Colosenses 3:15–17: Pablo y Silas, encarcelados, alaban a Dios cantando himnos, y Dios interviene de manera sobrenatural. Asimismo, en Colosenses, se insta a la comunidad a que “todo lo que hagan de palabra o de obra, sea en el nombre del Señor Jesús”, acompañándolo con acción de gracias. Estos ejemplos confirman que la adoración incluye actos de devoción personal, actos de misericordia y justicia, ofrendas materiales, cánticos de alabanza, confesión de fe y obediencia práctica a la voluntad de Dios. De este modo, la adoración se vuelve un testimonio vivo que invita a los que observan a experimentar la gracia y el amor del Señor. ↩︎
- Robert C. Linthicum, City of God, City of Satan: A Biblical Theology of the Urban City (Grand Rapids, MI: Zondervan, 1991), 172. ↩︎
- Henri Nouwen, sacerdote católico, psicólogo y prolífico autor espiritual del siglo XX, escribió extensamente sobre la importancia de la vida interior como fundamento de la vida comunitaria y de la misión cristiana. En sus reflexiones, enfatizaba que la auténtica comunión con Dios no aísla al creyente, sino que lo lleva a una mayor compasión, sensibilidad y responsabilidad hacia los demás. Para Nouwen, el silencio ante Dios, la oración y la adoración no son refugios de evasión, sino espacios donde se forja el corazón del discípulo, capacitándolo para amar, servir y sanar con la ternura de Cristo, llevando la presencia sanadora de Dios al corazón herido del mundo. Como él mismo expresó: “Precisamente porque la oración es tan personal y surge desde el centro de nuestra vida ha de ser compartida con los demás. Precisamente porque la oración es la expresión más preciosa del ser humano ha de ser el constante apoyo y protección de la comunidad para crecer y florecer.” (Henri Nouwen, “La oración es para compartir,” Henri Nouwen Society, meditación diaria, 20 de mayo de 2024, https://henrinouwen.org/meditacion/la-oracion-es-para-compartir/.) ↩︎
- Linthicum, City of God, City of Satan, 172. ↩︎
- Melba Padilla Maggay, Transforming Society (Eugene, OR: Wipf and Stock, 2011), 130. ↩︎
- Myles Munroe, Understanding the Purpose and Power of Prayer: How to Call Heaven to Earth (New Kensington, PA: Whitaker House, 2002), 104. ↩︎
- N.T. Wright, Simply Christian: Why Christianity Makes Sense (New York: HarperOne, 2006), 143. ↩︎
- Padilla Maggay, Transforming Society, 27-28. ↩︎
- El verdadero poder de la iglesia no está en su número de asistentes, en sus recursos financieros ni en su presencia mediática. Está en su capacidad de amar radicalmente, de vivir con coherencia, de servir con generosidad y de resistir con esperanza. Está en su capacidad de discipular naciones con la verdad del evangelio, de sanar comunidades con la compasión del Reino, de confrontar estructuras con la justicia del cielo, y de adorar a Dios con una vida ofrecida como sacrificio vivo. Una ekklesia así no necesita defenderse con argumentos: su sola existencia ya es una proclamación profética que incomoda, que transforma y que atrae. ↩︎
Directorio de imágenes
- “FUNDAPREMIS en Colombia”, Archivo Camino Alliance.
- “Half dry tree”, IrinaFuks, Getty Images.
- “Árbol de problemas en la iglesia actual”, Archivo Camino Alliance.
- “Christ and the woman Canaan”, Pieter Lastman, European CCO Images.
- “Comparativo Iglesia VS Ekklesia”, Archivo Camino Alliance.
- “Diagrama Kuriake-Ekklesia”, Archivo Camino Alliance.
- “Mural de la última cena”, Á. M. Felicísimo, Wikimedia Commons, CC BY-NC-SA 2.0
- “Jan Luyken’s Jesus 34. Ascension. Phillip Medhurst Collection.”, Phillip Medhurst, Wikimedia Commons, CC BY-NC-SA 3.0
- “Community”, LeoPatrizi, Getty Images.
- “Saint Irenaeus”. Dominio Público.
- “Domingo na Casa Cultura de Refugiados (20057740638)”, 2015, Fora do Eixo, Wikimedia Commons, CC BY-NC-SA 2.0